E L   C H A T O   D E   E L   E S C O R I A L

p o r   E m i l i o   C a r r è r e


 

Novelista, poeta, periodista, crítico literario, Cronista de Madrid, antólogo, deudor de "los grandes poetas franceses que amaba y entendía a medias: Villón, Baudelaire, Verlaine y Rimbaud", pero sobre todo de Bécquer, de Darío e incluso del romancero popular y de las canciones infantiles, Emilio Carrère Moreno (Madrid 1881-1947) escribió miles de páginas, cultivó todos los géneros y fue extraordinariamente prolífico, pero no tanto como para que sus novelas, versos y artículos no incurrieran en el vicio tan habitual en su época conocido con el nombre de refrito, publicar varias veces la misma obra con ligeras variantes o con ninguna, pero cambiándole el título. Del refrito fue Carrère campeón y monarca supremo.

 

Federico Carlos Sainz de Robles, crítico benévolo donde los haya, escribía:  "Otro poeta que nace para apropiarse de lo más epidérmico del modernismo rubeniano es el madrileño EMILIO CARRÈRE, bohemio impenitente, periodista, perpetuo disertador en tertulias de café, cronista oficial de Madrid. Realmente, la poesía de Carrère es una mezcla extraña de modernismo y romanticismo.  Traductor de Verlaine, le toma Carrère toda su temática: el hospital, la prostitución, la fatalidad, el dolor, el misterio, la muerte" . Y añade: "La poesía de Carrère, íntima y romántica, musical y pegadiza, fácil y realista, tocó temas tradicionales de un exaltado localismo madrileño. Su modernismo, iniciado bajo la influencia de Rubén, evolucionó escasamente. Muy barroco, muy sometido a las sensaciones y a los sentimientos de lo fantasmagórico, pecó de reiteraciones".

 

Perteneció Carrère a una generación que vivió de la pluma y a la que Sainz de Robles denominó, no muy afortunadamente, "Promocionistas del Cuento Semanal", publicación que a Carrère correspondió el dudoso honor de dirigir en su última etapa hasta su cierre (1911).

 

Extractado de "La obra literaria de Emilio Carrère (I).  Emilio Carrère y sus poemarios Románticas y El Caballero de la Muerte", autores Julia María Labrador Ben y Alberto Sánchez Álvarez-Insúa.  Publicado en DICENDA. Cuadernos de filología hispánica, 2001.


 

 

 

 

E L   C H A T O   D E   E L   E S C O R I A L


 

Fue una tragedia  bárbara de lujuria y de alucinación, digna de D’Annuncio o de Valle Inclán.  El crimen horrendo y repugnante tiene un negro fondo donde danzan brujas y hechizamientos de lascivia.  Sólo por tremendos sortilegios comprendemos el delito feroz, porque un alma de hombre no puede estar tan lejos de la gracia para caer por su propio impulso en esas simas de abominación.

 

Ello fue que un hombre violó a un niño de cinco años, le asesinó y después llevó el ensangrentado y tierno cuerpecito a un monte para que se lo comieran los lobos.

 

El autor de este crimen satánico y  monstruoso ha estado tomando café con nosotros, apaciblemente, días pasados.

 

Al mirarle al rostro cetrino y deforme, al sentir el vaho de su persona, nos flageló un estremecimiento glacial.  El hombre tiene un nombre tremendamente pavoroso en los anales del horror: se llama "el Chato de El Escorial".  Sólo los autores del crimen de Gádor tienen tan siniestro prestigio; son los protagonistas de una tragedia bárbara que más parece pesadilla que un suceso que ha sido de la vida real.

 

"El Chato" es alto, flaco y recio, tostado como un haz de sarmientos.  Sus manos enormes son las zarpas faunescas que atarazaron la mancillada carne del niño Pedrín.  La nariz se aplasta sobre el rostro terrizo, donde bajo unas cejas terribles hay unos ojos muertos.  Porque "el Chato del El Escorial" se ha quedado ciego en el presidio.  Este dolor tremendo de la eterna sombra estremece como la evidencia de una justicia misteriosa.

 

Estos ojos muertos son negros y fulgurantes; miran sin ver, de un modo zurdo y feroz.  Su voz áspera suplica la caridad del viandante y su mano presenta un platillo de latón.

 

La gente pasa indiferente junto a este trágico perfil; nadie le conoce ya; el crimen horroroso está olvidado.  Ahora es un pobre mendigo ciego, un terrible fantasma expiatorio, la sombra que vuelve del fondo espantable de aquella pesadilla de sangre y lujuria.

 

La ley ha perdonado, y nosotros sólo piedad debemos mostrar al asesino, con un amor sincero y franciscano.  Dios le ha arrancado la luz de los ojos, y el pan que se come es el mendrugo de la caridad.  Este hombre está demasiado bien castigado.

 

Ahora, ¿"el Chato" fue el asesino del niño Pedrín?  Esto tal vez no esté bien esclarecido.

 

-¡Yo no fui!...  ¡Yo no fui!...  Cuando me lo entregaron ya estaba muerto- gritaba el miserable en un aullido de fiera maltratada.

 

Entonces...  El pueblo de El Escorial cree que no fue "el Chato".  Y este es el epílogo medroso y misterioso de lujurias absurdas y sanguinarias, de súcubres demoníacos.

 

Figuraos que estáis poseídos de una alucinación...  Al fondo, acostado en la falda verdinegra y austera del monte, está un soberbio monasterio.

 

Por un capricho arquitectónico o por un fanatismo principesco, la planta tiene la forma de una parrilla.  Dentro, por largos claustros, en cuyos muros hay frescos maravillosos, circula una procesión de negros ensotanados.  Leed el pensamiento de alguna de esas sombras.  Tal vez monstruosas e inconfesables lascivias se retuerzan como larvas hediondas.  Bajo los hábitos severos hierve la gusanera de la carne, que, falta de fuego místico, y en una vida absurda de sociedad unisexual, aúlla por las noches como un lobo hambriento, como aquellas alimañas que oyó Felipe el Sombrío, mientras veía cómo fermentaban los gusanos en las llagas de su carne viva.  El niño Pedrín estuvo secuestrado varios días...  hasta que apareció muerto en el monte.

 

La alucinación se ha borrado de vuestros ojos.  Olvidad lo que habéis supuesto, tan terrible y tan abominable.  El espíritu del pueblo de El Escorial cree aún en la verdad de esa alucinación.

 

"El Chato" no acusó a nadie durante el proceso.  Cuando el aspecto del patíbulo se alzó ante sus ojos, que aún veían, y ante su agreste juventud, fulminó acusaciones terribles que se creyeron palabras de un loco.  Hubiera sido un tremendo escándalo que fuesen palabras de cuerdo.  "El Chato" se salvaba del garrote por loco, porque estaba atarazado por el espantoso mal de la epilepsia.  Su voz era una voz sin eco.

 

Veintitrés años vivió en la brigada del penal, donde se quedó ciego por los viscosos y absurdos amores solitarios.  No supo del dulzor de unos labios femeninos hasta que salió del presidio este mozallón fuerte, de un sensualismo montaraz.

 

Julián García, "el Chato de El escorial", nos tiene horror a los periodistas.  Teme que una indiscreción nuestra atraiga sobre él la severidad de la justicia y vuelva al penal a cumplir los siete años que le faltan de cadena.  Está aún sometido a la condena condicional.

 

Sería una crueldad excesiva e innecesaria, y además haría sospechar que la libertad de este hombre podía molestar a cierta fuerza que puede mucho desde la sombra.

 

¡Veintitrés años de presidio pesan sobre el cerebro como una gigantesca mano de plomo!  La ceguera y la indigencia hacen olvidar aquella monstruosa hora de lujuria y de ferocidad sanguinaria, y la sociedad ofrece su mano a este héroe de tragedia bárbara, pobre alma paralítica y menguado cerebro atarazado por el tremendo mal de la locura.  Y loco sigue tal vez cuando, el evocarle aquella hora siniestra, repite como poseído por una pesadilla:

 

-¡Los frailes!  ¡Fueron los frailes!.