S T E L L A   D Í A Z   V A R Í N 

L A   B U K O W S K I   C H I L E N A


p o r   S e r g i o   D í a z

 

 

 

Artículo recopilado de "Delfines por la negación", ediciones Lingam Yoni, agosto de 2008.

Memorias del escritor Sergio Díaz sobre un encuentro con la Poeta Stella Díaz Varín. Extractos.

 


 

 

 

Algo huele mal en el hall de la casa de los escritores, en calle Simpson 7.  Hay olor a casino, a arroz con leche o, simplemente, olor a antiguo.  Es la hora de las primeras teleseries.  Al frente da clases de baile el profesor Valero.  Dos tipos trafican algo en un callejón corto y después se pierden por el  parque Bustamante.

 

Stella llega 10 minutos atrasada.  Entra y me queda mirando.  Calculo 60 años, pero pueden ser más.  Lleva botas, pantys oscuras y un abrigo negro pasado de moda.  También una cartera de doble tirante.  "Siempre he sido joven y me voy a morir joven", dice de entrada.  Yo me río, no por lo que dice, sino cómo lo dice.  Tiene un vozarrón enorme, de profeta, de actriz de teatro, de profesora básica.  Su mirada es intensa, pero a la vez tierna, tranquila.

 

Hace frío, nos sentamos muy juntos en un rincón.  Al principio hablamos de su viaje reciente a Cuba.  Me muestra el libro de poesía que le publicaron en la isla y me dice que la gente hacía colas para comprarlo.  Luego me cuenta:

 

"Me vine de La Serena sin preguntarle nada a nadie.  Di el bachillerato en el Liceo de Hombres y decidí irme a estudiar medicina a Santiago.  Cuando supieron de mis planes en casa, mi hermano mayor me pegó y mi madre lloró.  Al otro día pesqué mis cosas y partí.  Tenía 18 años. Era 1947".

 

"Estudié medicina porque quería saber qué había dentro de la cabeza del hombre.  Duré sólo dos años.  Mi hermano Gustavo, el menor, también se vino a Santiago.  Arrendamos juntos un pensión en Cumming al llegar a la Alameda, al lado del antiguo pedagógico.  Era una casa inmensa.  De repente comenzó a llenarse de gente.  Fue una bonita época, irrepetible.  Nos juntábamos personas de todas las edades, como Ricardo Lachman y Mariano Latorre, que eran más viejos.  Venía Nicanor Parra.  Yo pololeaba con Jodorowsky (*).  También iban Luis Oyarzún, Enrique Lafourcade, Tellier y José Donoso…".

 

Stella me pide que compre dos bebidas en la cocina de la SECh.  Yo le ofrezco comprar café, pero ella insiste.  Entro en la cocina.  No hay nadie.  La casa es demasiado grande y fría.  Encuentro a alguien que me cuenta que, el día anterior, Stella se cayó y se pegó en la cabeza.  Me dice que el trago la tiene así.  También me dice que si le llevo bebida, la mezclará con licor.  Compro dos tazas grandes de café.

 

 

 

 "Trabajaba en el diario La Opinión.  A veces hacía policial.  Reporteaba crímenes en las calles.  Tomábamos esos carros que costaban 20 centavos y nos íbamos a reportear a los barrios peligrosos.  Yo escribía mucho en esa época.  A las siete venían mis amigos a buscarme.  Primero íbamos al café Iris.  Tomábamos leche con vainilla.  A veces, cuando andábamos con plata, comprábamos una malta para dos.  Siempre andábamos muertos de hambre, flacos como espárragos, ojerosos y demacrados; todos vírgenes y dolientes, esa era la onda de la juventud en esa época.  Éramos darianos, de Rubén Darío.  Leíamos al Neruda de Residencia en la tierra.  La explosión total fue la aparición de Jean Paul Sartre.  Quedó la escoba, todos nos hicimos existencialistas.  En ese tiempo nadie piteaba, todos éramos universitario felices".

 

Llegan los dos cafés en una bandeja de aluminio.  Ahora Stella echa cenizas en el platillo del café.  Hablamos de otras cosas, del sur de Chile, de ser de izquierda o de derecha, de poesía.

 

Cuando se ha tomado la mitad del café escarba en su cartera y saca una petaca de pisco de 35, la abre y llena la taza.

 

"Lo más importante era El Bosco.  Ahí nos juntábamos los poetas y los escritores.  Llegaba todo el mundo.  Conversábamos toda la noche.  Había grupos: la mesa de pintores, la de los poetas, la de los ingenieros, la de los periodistas.  Villanueva era un mozo que atendía y que medía dos metros, era un ropero con las puertas abiertas.  Cuando Teillier se pasaba, Villanueva lo sacaba del cuello.  A mí también me echaron varias veces.  Toda esta fama de que yo repartía combos vino después.  A las otras mesas llegaban hombres de plata y, como yo era regia, me invitaban.  Entonces pedía comida, malaya, pollos y hacía comer a mis amigos que siempre andaban muertos de hambre.  Claro que después los pijes me pedían que me fuera con ellos.  Yo decía que no y daba el primer combo.  Era sólo el primero, después arrancaba…A Lafourcade también le pegué, pero eso fue años después y por otro asunto.  También le pegué a Tomic.  Le pegué a harta gente en realidad".

 

Stella se repite la taza, ahora con pisco solo.  Afuera ya está oscuro.  Pienso en la micro que me sirve para volver a mi casa.  Ella, al parecer, hace lo mismo, porque me dice que va a Villa Olímpica, que cualquier micro que baje por Vicuña Mackenna le sirve.

 

Nos vamos caminando hasta un paradero frente a Marcoleta.  Como vamos riéndonos ninguno de los dos se da cuenta y chocamos con un ciego que camina por la vereda.  Nos reímos y toda la gente protesta por el ciego.  Yo pido disculpas por los dos, pero Stella considera que la culpa la tuvo el ciego.

 

Le entrego mi brazo y cruzamos la calle.  Antes de llegar al paradero Stella se suelta y me dice que puede andar sola.  Cruza marchando como en un desfile.  No sé qué hacer.  La gente la queda mirando desde arriba de las micros.  A mí no me importa que nos miren.  Hago parar la micro.  Stella me dice que fue un gusto y yo le digo exactamente lo mismo, nos despedimos.  Sube a la micro y se confunde con las demás gentes.  Quiero hacerle señas desde abajo, pero ella no vuelve a mirar y la micro desaparece por Vicuña Mackenna hacia el sur.

 

Los primeros libros de la Díaz fueron Razón de mis ser (1949); Sinfonía del hombre fósil (1953) y Tiempo medida imaginaria (1959).  Los dones previsibles se publicó más tarde, en 1986.  Mientras publicaba trabajó en los diarios La Opinión, El Extra y El Siglo, pero la acusaron de espía y la echaron del Partido Comunista por trotskista.  Entremedio tuvo úlcera, se casó, tuvo un hijo.  Después del ’59 siguió escribiendo, pero en un arranque de lata lo botó todo.

 


(*) Una vez que la Stella estuvo en nuestra casa nos contó que su pololeo con Jodorowsky es un mito.  Según su propia palabra : "nuncamente". (Nota de L.P)