M A N U E L   R O J A S

U N   P E D A Z O   D E   H O M B R E

p o r   J o s é   M i g u e l   V a r a s


 

 

 


 

 

Vi a Manuel Rojas por última vez en 1971, en La Habana, adonde habíamos viajado un grupo de periodistas, invitados al tradicional mitin del 26 de julio.  Nos encontramos en el lobby del Hotel Habana Riviera varios de los chilenos en compañía de dos cubanas y un par de gringas, llenas de pecas y de fervor revolucionario.  Una de ellas, que miraba hacia la entrada del hotel, abrió desmesuradamente los ojos y exclamó juntando las manos: “The old man and the sea”.  Para ella se había materializado en aquel instante el héroe del relato de Ernest Hemingway El Viejo y el Mar.

 

En Chile, Manuel Rojas vestía siempre como un caballero, atildado, encorbatado y de oscuro.  Y ahora, ahí venía entrando, con el aspecto de un guajiro o un pescador cubano: camisa caqui desteñida por el sol, pantalones delgados que le quedaban cortos, zapatillas de gimnasia y un sombrero de paja que tendía a desintegrarse.  Bajo el sol habanero, su piel alcanzaba ahora el color del cochayuyo.

 

El escritor se acercó al grupo a grandes pasos y saludó de mano, con esa manera desabrida que tenía.  Lo presentamos a las cubanas y a las gringas.  Pude ver de nuevo, no sin alguna envidia, lo que antes había observado en varias ocasiones en Chile: cómo las mujeres se le acercaban y se arremolinaban en torno a él, conquistadas y rendidas por su pura presencia, atraídas por una fuerza primordial.  Contestaba llanamente las preguntas que las mujeres loe hacían, sin asomo de la repelente coquetería masculina, pero consciente, sin duda, de las turbulencias hormonales desatadas por su sola presencia.

 

Un amor apasionado, profundo y compartido lo unió con su esposa María Baeza, profesora y poeta, madre de sus hijos.  Su temprana muerte lo dejó viudo, pobre y sin otros ingresos que los provenientes de empleos precarios, como vendedor de cartillas en el Hipódromo Chile y ocasionales artículos de prensa.  Con dedicación total Manuel crió y sacó adelante a sus tres hijos (sus “abejorros”): Patricio, Eugenia y Paz.  En 1954 publicó un extenso poema titulado Desecha Rosa, reeditado por LOM (1991).  Es un réquiem en el que no hay lamentación sino, por sobre todo, la evocación dolorosa y sobria del amor perdido.  Es uno de los más bellos poemas de amor escritos en Chile.

 

En 1957, una tarde a la hora de once, en casa de Manuel Rojas, conocí a una señora distinguida que lo visitaba con cierta regularidad y que sostenía con él largas conversaciones sobre escritores como William Faulkner, Evelyn Waugh y algunos otros.  Manuel había avisado que iba a llegar más tarde.  Mientras tomábamos té, servido con exquisita finura por Valerita López, la segunda esposa de Rojas, la dama se explayaba hablando con entusiasmo de la sabiduría literaria de Rojas, su penetración en el análisis de los recursos expresivos de diversos prosistas, su dominio de la técnica narrativa.  Valerita nos dejó algunos minutos y me atreví, con una audacia que a mí mismo me sorprendió, a preguntarle si no sentía hacia el escritor una atracción…extraliteraria.  -¡Cómo se le ocurre hacerme semejante pregunta!- replicó airada.  Guardó silencio unos instantes y luego dijo en voz muy baja, como para sí misma: “¡Qué pedazo de hombre!”.

 

 


 

 

 

 

 


 

 

D e s h e c h a   R o s a

 

Extractos del poema que Manuel Rojas le dedicó a su primera esposa, María Baeza,

tempranamente fallecida.

 

Tomados de la Revista Babel, número 14, noviembre de 1940

 

III

 

Fuiste mía y fui tuyo "en el oscuro pensamiento de la noche".

 

Sin reservas, con locura y con ternura,

unidos en la sangre, en el aliento y en la piel

buscamos aquello que nos unía

y que nunca supimos que era.

 

Las largas noches eran nuestras, y nosotros éramos de la noche,

trabajadores fervientes, entre murmullos

y silencios de reposo y espera,

como mineros que buscaran o como joyeros que pulieran.

 

La piel fina y caliente de tu cintura,

la áspera piel de mis piernas;

mi boca impaciente y tu boca deseosa de obedecer;

mis manos como hormigas entre tu cuerpo de panal nocturno;

tu espalda que se arqueaba y mis largos y tenaces brazos;

tus duras piernas y mis insistentes rodillas entre ellas;

mi lengua y su apasionado itinerario.

Y tu recato y mi persuasión,

y tu arrullo y mi contenido grito

de hallazgo o de sorpresa:

en la alta noche, creando, latiendo, buscando,

trabajando con su propio material

su gozoso y limpio destino, esmeradamente.

 

Y de tu vientre

los abejorros brotaban chillando y mamando,

entre mis lágrimas de hombre y tus sonrisas de mujer.

 

V

 

Ahora,

desde el fondo de mi ser,

desde donde el aire se transforma en sangre

y desde donde la sangre se transforma en semen;

de más allá aún: desde donde río y desde donde lloro,

desde donde hablo y desde donde enmudezco,

desde donde me detengo y desde donde camino;

de en medio de los oscuros líquidos,

del centro de las blandas médulas,

desde la corriente de las linfas

y desde el bullir de los glóbulos;

desde donde tú puedes vivir en mí

y desde donde yo puedo vivir en tí:

tu recuerdo surge y me lame como una dulce llama,

como una dulce lengua,

¡oh, mujer mía!

 

VI

 

Y busco tu rostro y tu cuerpo más allá de la muerte.

Inútilmente. La muerte no me da sino tu boca abierta

y el coágulo de sangre que salió de ella.

¿Eres tú? No lo eres. No te reconozco muerta.

 

Busco después tu rostro y tu cuerpo

antes de que la muerte te entreabriera la boca.

Inútilmente también. Imágenes dispersas acuden:

las manos con blandos hoyuelos,

la piel clara de los muslos,

el vello dorado del pubis,

los ojos de íntimo reflejo verde,

el vientre de niña que mi amor marchitó

y que yo amaba por sus estrías:

expresión de mi hombría y de tu feminidad.

 

Imágenes táctiles, olfativas, de sabor:

mi mano siente a veces el calor de tu cuerpo,

mi lengua el sabor de la tuya,

mi nariz tu olor nocturno.

 

Repartida a lo largo de mis recuerdos y mis sentidos,

estás en todas partes y no estás en ninguna.