A P A R I C I Ó N   D E   S A N T I A G O   A P Ó S T O L

L A   P R I M E R A   A P A R I C I Ó N  M I L A G R O S A   E N   C H I L E


p o r   J o r g e   I n o s t r o s a

   

 

 

 

Jorge Inostrosa Cuevas (1919 en Iquique, Chile,- 5 de enero de 1975 en Santiago de Chile) fue un escritor y guionista chileno, famoso por sus novelas históricas como "Adiós al séptimo de línea".  Según él mismo dijo, vivió para escribir y de lo que ganaba escribiendo. Al morir tenía más de 30 títulos a su haber, junto a una importante cantidad de guiones para radio, televisión y cine, letras de canciones y poemas.

 


 

 

Voltejeando añejos infolios en la búsqueda paciente del pasado, nos topamos de improviso con esta vieja interrogante:  ¿por qué se llamó Santiago a la capital de Chile? ¿Qué impulso sentimental o muestra particular de fe en el santo tradicional de los gallegos llevó al fundador a denominar así a la primera ciudad  que su recio espadón delineara en las faldas del cerro Huelén?

 

Para poder conocer exactamente lo que ocurrió y lo que se pensó en los albores de la Conquista sólo podemos acudir a los honrados testimonios de los cronistas, frailes o soldados, que actuaron en esa época o inmediatamente después de ella.  Todos ellos escribieron en forma veraz y henchidos de fe mística y de singular amor por esta tierra.  Así, vemos en los cronistas más primitivos, Alonso de Góngora y Marmolejo y Pedro Mariño de Lovera, cómo su ruda pluma no puede contener el tono al destacar con fruición las maravillas del país, las costumbres de sus naturales y las durísimas guerras de Araucanía.

 

No se conoce el texto primitivo de las crónicas de Pedro Mariño de Lovera sino a través de la refundición hecha por el jesuita Bartolomé de Escobar.  Él fue el único que tuvo ante su vista la embrollada caligrafía del soldado historiador.  Según el relato de Mariño, a Santiago se le denominó así por un milagro.  Sí, por un milagro, como vamos a comprobarlo examinando la narración de este historiador en su propio y florido lenguaje.  En los párrafos pertinentes, dice:

 

"Y llamamos al valle de Copayapu "Valle de la Posesión".  Desde el principio habíamos tenido que sostener los más rudos combates con sus habitantes, quienes, decididos a defender su suelo, no hacían caso alguno a las dádivas con que trataba de atraerlos el capitán don Pedro de Valdivia, ni menos aún de los requerimientos que les hacía por boca del escribano Luis de Cartagena, de los cuales requerimientos trataba de darles copia escrita en papel oficial".

 

Pero mientras el escribano trataba de cumplir su absurdo propósito de hacer leer en castellano difícilmente caligrafiado los deseos del rey, don Pedro de Valdivia, con criterio más práctico, comprendía que de no proseguir rápidamente hacia el sur, tras las avanzadas exploradoras a cargo de Francisco de Aguirre y Pedro Gómez, se verían embotellados por los indios y sin tener dónde asentar sus reales.

 

 

 

-¡Dejaos de papeles, señor escribano, que la ocasión no es para bromas! - observó, definitivamente fastidiado, al señor Cartagena-.  Esto es un atolladero y debemos salir de él cuanto antes.  Ahora se trata de avanzar y nada más.  ¡Así, pues, adelante, señores!

 

Y llegaron los conquistadores al valle del Mapuche, en las riberas de cuyo río se extendían floridas praderas de abundantes pastos y mieses naturales.  Atraídos por la fertilidad y "sanos aires deste valle, que es de los mejores de las Indias e aún de toda cristiandad", determinó el capitán Valdivia dar traza y fundar una ciudad lo más brevemente que pudiese y, para llevar a cabo su idea, tomó consejo del gobernador peruano Vitacura, que era el representante de los incas en Chilli.

 

-Hermosa tierra es ésta, ¡oh jefe!, pero no se entrega sin trabajos -le observó el viejo curaca-.  Mi amo el inca no ha podido jamás doblegarla ni pasar un río a pocas jornadas hacia el sur, que separa este valle de la tierra de los promaucaes.  Ese río es el Mauli y no te aconsejo que te acerques a él siquiera.

 

El extremeño alzó la voluntariosa testa con desdén.  - Descuida, Vitacura -  le replicó a través de su intérprete -  Conozco a los indios y no les temo.  De todos modos, pienso asentarme desde luego aquí.  Más tarde veremos adónde nos llevan nuestros pasos.

 

 

 

Pero, sabida por los indios la determinación de Valdivia, resolvieron alzarse en armas y, obedientes a las órdenes del toqui Michimalongo, se fueron en primer lugar contra Vitacura, "a quien no habiendo hallado le mataron a su hijo, como traidor e facineroso".

 

En tal evento, resolvió Valdivia reunir a todos los ülmenes del valle, "acomodándolos en sillas e procuró darles a entender el provecho que les venía a hacer e la obligación que los dichos indios tenían de admitirlo en su tierra, e les hizo requerimientos e les dio dádivas e presentes".

 

"Pero el jefe Michimalongo se guardó las dádivas e rechazó los requerimientos.  A los pocos días después presentose ante los cristianos con un ejército muy grande e muy ordenado, marchando a toda priesa hacia el valle del Mapuche, con grande orgullo e lozanía, cantando victoria como si ya la hubiesen conseguido".

 

Al oír el clamoroso chivateo, don Pedro, que apenas tenía un desguarnecido campamento en la ladera del cerro Huelén , tendió la vista en torno y señaló los indios que avanzaban a doña Inés de Suárez, que lo acompañaba.

 

- Como veis, mi señora doña Inés, tenemos batalla e grande -de dijo-.  Está visto que no llegaremos a acuerdo alguno con los naturales, que son de suyo rebeldes e no nos quieren admitir.  ¡En fin, sea como ellos desean!  Que miedo no les tenemos, e con ayuda de Dios e de nuestro santo apóstol Santiago, hemos de salir con bien del trance.

 

Después de una oración colectiva que formularon de hinojos los guerreros, echáronse a campo raso.  Se carearon los dos ejércitos y vinieron a las manos, lanzando los indios una lluvia de flechas tan espesa como el granizo que cae del cielo en día de temporal y con tan formidable chivateo que parecía se iban a comer a los cristianos.

 

Erguido sobre los estribos de su piafante potro de batalla, don Pedro de Valdivia desenvainó su espada y, señalando con la hoja desnuda hacia el lugar se veía a los jefes indios, gritó a los suyos:

 

- ¡Santiago e a ellos!...¡Santiago e viva España!

 

Hincando espuelas a su corcel, se lanzó temerariamente contra la masa india, seguido por su escasa hueste.

 

 

 

Cargaron los españoles atropellando furiosamente a sus enemigos y desbaratándolos a filo de espada y punta de lanza.  Pero como los indios eran tan numerosos, nunca dejaba de estar el campo cuajado de ellos, entrando a cada momento escuadrones de refresco, lucidos a maravilla por la mucha plumería de diversos colores que traían en sus cabezas y por la diversidad de las armas que tenían en las manos, como dardos arrojadizos, porras con púas de extraño artificio, lanzas cortas, picas y macanas fuertes.  Era tal su impetuosidad que el campo español empezó a ceder.

 

Doña Inés de Suárez, que observaba la batalla desde el cerro Huelén, comprendió que iban a ser vencidos sus compatriotas; vio que el cansancio los agobiaba ya.

 

- Nada sacan los pobres con hacer prodigios de valor e matar e matar.  Por cada indio que cae, lo reemplazan tres.  ¡Virgen del Rosario, favorece a los míos!

 

Un soldado que llegaba retrocediendo, herido en mala forma, aunque todavía jinete sobre su caballo, le gritó:

 

 

 

-¡El caso está perdido, sepa vuestra merced!  Mi señor don Pedro deberá ordenar retirada e formar parapetos aquí para guarecernos aunque sea hasta mañana.  No queda otro camino.

 

Pero doña Inés lo fulminó con su mirada iracunda.

 

-No digáis eso, soldado, sino más bien volved a la lucha.  Corred hacia don Pedro de Valdivia e don Francisco de Aguirre e decidles que soporten aún algo más, que yo quedo aquí invocando con toda mi alma la protección e ayuda de Santiago Apóstol.

 

El soldado cumplió la misión, pero al oírlo don Francisco de Aguirre, mezclando una carcajada con un mandoble que dio sobre la cabeza de un indio, comentó con don Pedro que estaba a escasas varas:

 

-¿Oís?  Doña Inés nos encomienda a Santiago Apóstol.  Mala ocasión escogió, ya que el santo estará en estos instantes asaz ocupado apoyando a don Francisco de Pizarro en el Perú.

 

Valdivia lo miró severamente, a tiempo que apartaba una lanza y propinaba un tajo.

 

-¡No hagáis chanzas, capitán Aguirre! - le replicó a gritos -.  ¡Mas bien afirmaos a los estribos e vámonos contra estos bellacos, que están más ensoberbecidos!

 

Intentaron una nueva carga, pero la avalancha de salvajes amenazaba romper el centro de la caballería y ésta fallaba visiblemente.

 

"Estando la pelea en su mayor furia - agrega el cronista Mariño de Lovera -, a tiempo que los indios iban acometiendo con mayores bríos para beber la sangre de los cristianos, cuando tenían la victoria sobre el hito e a toda priesa iban blandiendo las lanzas para descargarlas con ímpetu sobre los cristianos, veis aquí que, de repente, todos los bárbaros a una vuelven las espaldas e dan a correr por el campo raso, agazapándose para huir de algo que súbitamente se les había aparecido".

 

 

 

Pedro de Valdivia y Francisco de Aguirre quedaron en medio del campo, jadeantes y estupefactos sobre sus caballos temblorosos de fatiga.  Ninguno de los dos lograba entender la razón de súbita fuga de los indios.

 

-Quédome en suspenso ante caso tan raro que nos da esta fácil victoria - musitó Valdivia desconcertado -.  ¿Por qué huyeron estos bárbaros hace poco rato tan fieros?

 

Aguirre abrió los brazos y se encogió de hombros, sin atinar a encontrar una respuesta valedera.  -Propiamente, corrieron como si hubieran visto una aparición - aventuró sin convencimiento.

 

Proponiéndose averiguar la razón del extraño acontecimiento, los capitanes regresaron junto al cerro Huelén.  Valdivia, apenas hubo recuperado los alientos, hizo traer a su presencia a varios de los indios principales que habían caído prisioneros y los interrogó separadamente, con gran recato y diligencia.  Ante su creciente asombro todos estuvieron contestes, sin que hubiese uno que discrepara, en afirmar lo siguiente:

 

- Cuando estábamos más seguros de la victoria, vimos venir por el aire un guerrero de brillante armadura, montando un caballo blanco con la espada fulgurante, como si fuese de fuego, amenazando a nuestro bando; e pronto comenzó a hacer tal estrago en él, que todos quedamos pasmados e despavoridos.  Por eso, dejamos caer las armas de las manos, ya que nunca habíamos visto cosa parecida.

 

Tal revelación de los indios, confirmada por doña Inés de Suárez, condujo a tener por cierto que el apóstol Santiago había descendido del cielo para socorrer a los afligidos conquistadores, como  ya en otras ocasiones lo hiciera en defensa de la cristiandad, en España, en la guerra contra los moros.  Por ello, dando gracias a Dios, Valdivia y sus compañeros se aprestaron a corresponder al favor del apóstol, estampando en un acta solemne lo siguiente:

 

 

 

"E por tanto, declaramos abogado e patrón del pueblo cuya fundación intentamos al glorioso Apóstol Santiago, en cuya resolución ponemos luego manos a la obra a los doce días del mes de febrero de mil e quinientos cuarenta e un años".

 

Así tenéis, pues, como de acuerdo con lo que relata Mariño de Lovera, el nombre de la ciudad de Santiago se debió al primer milagro que la divina disposición del Altísimo permitió se produjera en estas tierras de Chile.