Breve reseña de algunos grandes sismos en Chile entre el siglo XVI y el XIX.

G R A N D E S   T E R R E M O T O S   E N   C H I L E


p o r   A n t o n i o   G a s t e l ú

 

 


Antonio Gastelú es escritor e investigador chileno.


 

 

 

 

Cuentan los antepasados mapuches que Ten Ten, el espíritu de la tierra, estaba en permanente conflicto con Cai Cai, el espíritu de las aguas.  Desde el inicio de los tiempos estos dioses luchaban enfrentándose descomunalmente, todo se movía y fracturaba, y su pugilato se hacía sentir en kilómetros de extensión.

 

De alguna manera, Ten Ten, era un benefactor de las criaturas que vivían en la tierra y los protegía de los embates de Cai Cai, quien buscaba transformar en seres del agua a todo aquel que pisase el seco suelo.  Por eso el dios de la tierra le enseñó a las personas a huir hacia los altos cerros cuando comenzaran estos terribles combates divinos.  Sin embargo, un día Cai Cai estaba furioso, no podía soportar que los hombres eludieran su destino y atacó con una fuerza inusual levantando una gran ola que desde el mar comenzó a entrar en tierra firme.  El agua lo inundó todo y empezó a subir por las laderas de los cerros amenazando a las comunidades que se refugiaban allí.  Ten Ten, quien seguía en combate, levantó los cerros con su poder, pero al hacerlo, estos se acercaron tanto al sol que comenzaron los hombres a insolarse; entonces el espíritu de la tierra le dijo a los mapuches que se colocaran un plato de madera sobre la testa para protegerse y de esa forma pudieron resistir el calor.  Cai Cai, completamente enfurecido, lanzó un grito abrumador y volvió las aguas a su lecho normal, dejando al paso de la inundación la destrucción de los campos que la lucha con Ten Ten no había derrumbado. 

 

 

 

Los mapuches contaban esta historia a las generaciones y sabían cómo actuar cuando la tierra se movía ferozmente.  Las poblaciones costeras tomaban a sus familias con algunos enseres y subían preventivamente a lugares altos llevando un plato de madera sobre sus cabezas.  Algo así puede haber pasado el 8 de febrero de 1570 en la recientemente fundada ciudad de Concepción.  Aquel miércoles de ceniza, a las nueve de la mañana, mientras los vecinos se encontraban en misa, un sismo de gran magnitud destruyó completamente la villa.  A falta de registros anteriores, debemos fijar a este suceso cómo el primer gran terremoto en territorio chileno.  Los cronistas de la época, como los jesuitas, el padre Escobar (no se registra su nombre) y el padre Diego de Rosales, registraron este terremoto y el de 1575.

 

Se dice que en Concepción sobrevino: “repentinamente un temblor de tierra tan grande que se cayeron la mayor parte de las casas, y se abrió la tierra por tantas partes que era admirable cosa verlo”… “los que andaban por la ciudad no sabían qué hacer, creyendo que el mundo se acababa, porque veían por las aberturas de la tierra salir grandes borbotones de agua negra y un hedor a azufre pésimo y malo que parecía cosa del infierno; los hombres  andaban desatinados, atónitos, hasta que cesó el temblor.  Luego vino la mar con tanta soberbia que anegó mucha parte del pueblo, y retirándose más de lo ordinario, mucho volvía con gran ímpetu y braveza a tenderse por la ciudad.  Los vecinos y estantes se subían a lo alto, desamparando las partes que estaban bajas creyendo perecer”

 

Increíblemente, este terremoto que actualmente se considera de una magnitud 8,3, no produjo víctimas fatales entre la población indígena o castellana, aunque sí provocó la ruina casi completa de la ciudad.

 

En esa época de superstición y fervor religioso, es notable ver cómo relacionan y responden las personas a estos desastres naturales.  En este terremoto, por ejemplo, las réplicas se sucedieron con distinta intensidad durante los posteriores cinco meses, manteniendo en ascuas a la población hasta que el 8 de julio de 1570, los oidores de la Audiencia, el cura, el superior del convento de mercedarios, los miembros del Cabildo y los personajes más notables del vecindario, resolvían construir una ermita en honor a la Virgen María,  en el lugar en que se habían asilado después del temblor, declarar a perpetuidad días festivos no sólo el miércoles de ceniza sino el jueves siguiente, y celebrar cada año una procesión descalza para oír una misa cantada.  A partir de ese momento cesaron los temblores, lo que obligó a la población a cumplir fielmente con el voto impuesto.

 

TERREMOTO DE VALDIVIA DE 1575

 

Durante el año de 1575, se registraron dos movimientos telúricos que llamaron la atención de los cronistas.  El primero en Santiago, que según las palabras de Góngora y Marmolejo : “Luego que Saravia salió de Santiago, desde a veintiséis días, jueves a diecisiete de marzo a las diez horas, año del setenta y cinco, comenzó en la ciudad de Santiago un temblor de tierra al principio fácil, como sólo una manera de sentimiento, y desde a poco no dejando de temblar, tomó tanto ímpetu que traía las casas y edificios con tanta braveza que parecía acabarse todo el pueblo”.  Este sismo agrietó las casas y causó alarma en la población.  Se calcula su magnitud en 7,3.

 

Al finalizar el año, el 16 de diciembre, al finalizar la tarde, se registró un terremoto mayor que destruyó las ciudades del sur afectando desde Concepción hasta Chiloé.  El Corregidor de Valdivia,  Mariño de Lobera, relata: “Sucedió entonces una calamidad harto más estupenda de ver, que fácil de escribir ni pintar.  Y fue que se levantó un terremoto tan furioso que parecía se asolaba el mundo, donde apenas se podía discernir cual hacía mayor ruido: o el llanto y grita de la gente o el mesmo estruendo del temblor que era horrible.  Fue tal la fuerza con que vino, que dejó la ciudad arruinada sin quedar edificio que no cayese todo o la mayor parte, y lo que estaba por caer, que era bien poco, no faltó otro infortunio que lo acabase, porque salió la mar de sus límites bramando más que leona y entrándose por la tierra hizo estragos”.

 

 

 

Por su parte, el padre Escobar, escribe: “Hora y media antes del anochecer comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo yendo siempre el terremoto en crecimiento sin cesar de hacer daño derribando tejados, techumbres y paredes, con tanto espanto de la gente que estaban atónitas y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario.  No se puede describir la tempestad que parecía ser el fin del mundo, cuya priesa fue tal, que no dio lugar a muchas personas a salir de sus casas, y así perecieron enterradas vivas, cayendo sobre ellas las grandes machinas de los edificios”

 

Se indica que grandes porciones de tierra se abrieron saliendo de sus grietas pestilentes borbotones de agua pantanosa.  La gente no podía mantenerse de pie ni aún abrazados unos a otros y al poco tiempo, una vez más, el mar arremetió con tanta furia que entró tres leguas tierra adentro, unos 12 kilómetros aproximadamente, “donde dejó una gran suma de peces muertos, de cuyas especies nunca se habían visto en este reino.  Y entre estas borrascas y remolinos se perdieron dos navíos que estaban en el puerto, y la ciudad quedó arrasada por tierra, sin quedar pared en ella que no se arruinase”.

Por cuarenta días las réplicas de este sismo magnitud calculada en 8,5 se extendieron a razón de cada media hora y sin cesar, según cuentan los cronistas.

 

Al interior de Valdivia, a consecuencia de este terremoto, se produjo un fenómeno que volvería a repetirse en el mismo lugar siglos más tarde.  El cataclismo desplomó los cerros próximos a la salida del lago Riñihue formándose una represa natural que fue acumulando gran cantidad de agua, hasta que en abril de 1576 se desbordó en impresionante avalancha.  El tiempo que se demoró en gestar el inminente desastre, permitió que los españoles tomaran resguardo apartándose del territorio amenazado y desplazándose a terrenos en altura. 

 

 

 

Quién sabe por qué motivos la población indígena no corrió la misma suerte, ya que al momento del estrepitoso desborde fueron arrasados por la furia de las aguas.  Lobera lo describe así: “Con todo eso, cuando llegó la furiosa avenida, puso a la gente en tan grande aprieto que entendieron que no quedara hombre con vida, porque el agua iba siempre creciendo de suerte que iba llegando cerca de la altura de la loma donde está el pueblo; y por estar todo cercado de agua, no era posible salir para guarecerse en los cerros, si no era algunos indios que iban a nado, de los cuales morían muchos en el camino topando con los troncos de los árboles, y enredándose en sus ramas.  Lo que ponía más lástima a los españoles era ver a muchos indios que venían por el río encima de sus casas, y corrían a dar consigo a la mar, aunque algunos se echaban a nado y subían a la ciudad como mejor podía.  Esto mismo hacían los caballos y otros animales que acertaban a dar en aquel sitio procurando guarecerse con el instinto natural que les movía.  En este tiempo no se entendía en otra cosa sino en disciplinas, oraciones y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua, aplacando al Señor que la movía, cuya clemencia se mostró allí como siempre, poniendo límite al crecimiento, a la hora de medio día, porque aunque siempre el agua fue corriendo por el espacio de tres días, era esto al peso a que había llegado a esta hora sin ir en más aumento como había ido hasta entonces.  Finalmente, fue bajando el agua al cabo de tres días, habiendo muerto más de mil y doscientos indios y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chacras y huertas, que fuera cosa inaccesible”.

 

EL TERREMOTO DE SANTIAGO DE 1647

 

Este es uno de los terremotos más famosos y documentados en la historia de Chile.  Coincide en su época con el paso por estas tierras de La monja Alférez y la vida de excesos que llevó Catalina de los Ríos, La Quintrala, en un Santiago que, no habiendo experimentado grandes desastres sísmicos desde la fundación de la ciudad, se sentía quizá liberado de los padecimientos que años antes habían azotado a las ciudades de más al sur.

 

El 13 de Mayo de 1647, a eso de las diez y media de la noche, un violento y largo movimiento de tierra horrorizó a los santiaguinos que se encontraban en su mayoría durmiendo.  La capital contaba por esa época con 600 casas aproximadamente, la mayoría de un piso, las cuales quedaron destruidas casi en su totalidad.  Se cuenta que las circunstancias de que las gruesas murallas de adobe se hubieran desplomado hacia la calle y que, al desplomarse las iglesias estas estaban vacías, fueron proverbiales para que el número de víctimas fatales no fuera tan excesivo, considerando la gran calamidad que se había producido.  Se calcula que menos de un millar de personas murieron a causa directa del terremoto, pero lo que más causó estragos, fueron las enfermedades que se vinieron después producto de la infección de las aguas y la putrefacción y emanaciones de los cadáveres, que dieron cuenta de más de dos mil almas.

 

Pero detengámonos en algunos detalles previos a la catástrofe, que están considerados en los escritos de cronistas y que pudimos rescatar de una publicación de la Revista Zig-Zag de 1907; como podrán apreciar algunos poco y nada tienen que ver con el sismo:

 

“En Chile, después de tres años sucesivos de alarmante sequía (1637-38 y 39) hizo explosión el volcán Villarrica, como dice Ovalle y Rosales, y precedida de otra erupción, una fuerte trepidación que casi tornose en terremoto, amenazó a Santiago al amanecer del 6 de septiembre de 1643.  Este violento temblor de tierra fue como el precursor del terremoto de 1647.

 

Una epidemia de viruela en Santiago y otras partes de Chile y hasta el escorbuto en Valdivia, el año de 1645, dan a conocer que el estado físico del país no era satisfactorio”.

 

“Y según Alexis Perrey que cita el Mundos Subterráneos, ed. de 1665, del P. Kirche, hubo en Chile en 1645 erupciones que arruinaron varios pueblos.  Al año siguiente, 1646, nuevas erupciones volcánicas, llamaron la atención y pusieron de manifiesto de que la tierra toda entraba en un nuevo y temible periodo de actividad.  El terremoto de 1647 fue su principal expansión”.

 

“Poco antes –dice el padre contemporáneo Frai Juan Gonzalez Chaparro en su carta sobre el terremoto dirigida al padre Ovalle, en 13 de julio del mismo año- se levantaron en esta costa del Perú horribles tormentas en las orillas del mar, tragando navíos”.

 

 

 

La noche del terremoto, tal como hace notar el obispo de Santiago Gaspar de Villarroel, “era víspera de San Bonifacio, ese día no hubo santo en el calendario”.  No se sentía ningún ruido extraordinario, ningún hecho excepcional, sin embargo, escribe el padre González Chaparro: “hai relaciones que afirman vieron unos caminantes, poco antes del terremoto, abrasarse toda la ciudad”.  Como si un fuego mágico revoloteara sobre las casas.

 

 

El obispo Villarroel agrega que “díjose que una india vio un globo de fuego,  que entrando por la Audiencia, salió por las Cajas del Cabildo y que comenzó a temblar” y “una monja agustina, según el mismo informante, le dijo a la abadesa, cuando comenzó el temblor: -¿No vé, señora, en el cielo aquella espada y un azote con tres ramales?...”

 

Del cerro Santa Lucía se desprendieron grandes peñascos aumentando la histeria y el pavor.  Según datos de la época, el movimiento más intenso duró tres credos rezados; según el obispo Villarroel, no más de medio cuarto de hora, es decir siete minutos.

 

 

Como suele ocurrir en estos desastres, algunas personas se elevaron a la categoría de héroes, como es el caso de doña Ana de Quiroga, madre de nueve hijos, que logró salvar a ocho y, que cuando volvía a entrar a su endeble casa por el noveno, una muralla se derrumbó aplastándola a ella y al infante.

 

El mismo obispo Villarroel fue rescatado del sepulto en que lo había dejado la fuerza del derrumbe y, con un estoicismo a toda prueba, aún herido y sangrando, organizó  a varios curas para servir de confesores y entregar algo de alivio a las víctimas:

 

 

“Dispuse en la plaza cuarenta o cincuenta confesores, entre clérigos y frailes.  Repartidos por las calles, para los enfermos y heridos.  Y con estar yo herido en la cabeza, sin tomar la sangre ni tener con qué cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejé de confesar”.

 

 

 

Famosa es la figura del Cristo de la Agonía, o Cristo de Mayo, como se le conoce actualmente: una esfigie de tamaño natural de madera de naranjo policromada que se mantuvo en pie junto con el altar de la iglesia de San Agustín la que resultó completamente destruida.  Sólo la corona de espinas, por la fuerza del temblor cayó de su frente hasta la garganta, y el fervor popular vio en esta señal un milagro “como dando a entender que le lastimaba una tan severa sentencia”.  Se llevó en procesión esta imagen hasta la plaza en una procesión descalza llena de gemidos, dolores y lágrimas fervorosas.  Se cuenta que el milagro no estriba en que la corona de espinas se hubiera corrido al cuello, sino en la imposibilidad física de volverla a su lugar, por más fuerza que se coloque en la tarea.  Conversando con Miguel Cariaga, folclorista y restaurador de imágenes sacras, que ha tenido la posibilidad de ver de cerca al Cristo de Mayo, la corona de espinas está fijada con un clavo al área cervical de la figura de madera.  Y esto es para que no se cumpla el presagio que acompaña esta historia, ya que hay una tradición que dice que cuando la corona del Cristo vuelva a su lugar, la ciudad de Santiago terminará en ruinas.

 

Otro milagro ocurrió ese día, que llevaron a verdaderas disputas entre distintas órdenes eclesiásticas, ya que los jesuitas dieron a conocer que el crucifijo de su iglesia había también superado el desastre, a pesar de que las piedras de los muros le habían arrancado los brazos y roto la cabeza, de la cual manaba sangre verdadera.  Este cristo se mantuvo erguido sólo sujeto por los clavos de los pies.  Sin embargo, la devoción popular se fijó en el ícono de los agustinos, y desde entonces y hasta la fecha, se celebra la fiesta del Cristo de mayo con solemne procesión.

 

Más allá de supersticiosas devociones, se registraron otros hechos, después del terremoto, que valen ser tomados en cuenta.  Por ejemplo, luego de la catástrofe, se celebraron más de doscientos matrimonios de parejas que se encontraban “amancebadas”. Las procesiones descalzas y autoflagelantes estaban a la orden del día.  Según documentos oficiales de la Audiencia: “Fue necesario detener a los que furiosamente se arrojaban sobre sus cadáveres inertes, queriéndolos resucitar con bramidos, como los leones a sus cachorros; los huérfanos que simplemente preguntaban llorosos por sus padres, y los que peleando con los altos promontorios de tierra que cubrían a sus hermanos, sus hijos, sus amigos, se les antojaba que los oían suspirar, presumían llegar a tiempo de que no se les hubiera apartado elo alma, y los hallaban hechos monstruos, destrozados, sin orden en sus miembros, palpitando las entrañas y las cabezas divididas”.

 

El invierno de ese año fue particularmente feroz, llegando a nevar sobre Santiago durante tres días seguidos desde el 23 de junio.  La ciudad se mantuvo durante una larga temporada tal como en los tiempos de Pedro de Valdivia.

 

Al igual que hoy, se hicieron campañas internacionales con el fin de reunir el dinero que sirviera para reconstruir la ciudad.  El mismo gobernador de Chile, don Martín de Mujica, destinó dos mil pesos de sus propios bolsillos. En el Virreinato del Perú se logró reunir la suma de 12.267 pesos; y en España misma, incluyendo intervenciones del padre jesuita Alonso de Ovalle, no sin haber pedido en innumerables ocasiones al rey Felipe IV, se decidió eximir del pago de todos los tributos por el plazo de seis años a la ciudad de Santiago.  La mayoría de lo recaudado llegó a las manos de los clérigos y las monjas, quienes usaron el dinero para volver a levantar los templos y monasterios antes que preocuparse del resto de la población.

 

Este gran sismo tuvo una magnitud calculada de 8,5.  El obispo Villarroel destacó que el terremoto afectó desde el Maule por el sur hasta el Chopa por el norte “sin dejar edificio en pie, templo en que poder celebrar los oficios divinos, ni casa en que poder vivir, ni pared que no quedase amenazando segundo peligro”.

 

 

 

LOS TERREMOTOS DE COPIAPÓ DE 1822

 

En los días 5 y 19 de noviembre de 1822 se registraron dos movimientos telúricos de gran intensidad cerca de la ciudad de Copiapó, en el norte de Chile, en el desierto de Atacama.  De 8,2 y 8,5 grados respectivamente, se dejaron sentir desde Illapel hasta Chiloé.  Ambos terremotos cobraron más de doscientas vidas y varios cientos de heridos.  Se constata que el del 19 de noviembre duró tres minutos y medio y que se registraron más de 170 réplicas.  Las ciudades del norte quedaron destruidas, sin embargo tenemos más testimonios de cómo se vivió la catástrofe en las ciudades costeras de la zona central del país.

 

Algunos hechos remarcables de esa ocasión son que el día veinte de noviembre fue visto un meteorito enorme que cruzó los cielos de Valparaíso y Quillota de cordillera a mar.  Este fenómeno celeste pudo ser visto por numerosos testigos que dormían a la intemperie a causa del terremoto.  Otra cosa relevante es que casi pierde la vida el Director Supremo de Chile Bernardo O’Higgins cuando algunos escombros cayeron sobre él.

 

Finalmente, es relevante consignar que una gran marejada destruyó la bahía de Quintero y al puerto que allí alojaba.

 

Durante ese año vivió en Chile la escritora inglesa María Graham, esposa del comandante de marina Thomas Graham, quien había muerto a bordo de la fragata Doris mientras navegaba el Cabo de Hornos.  A fines de Abril de ese año, la embarcación arribó a Valparaíso, ciudad donde fue sepultado el comandante.

 

La viuda Graham, permaneció en Chile algo menos de un año y, como tenía afición de plasmar en diarios sus viajes por el mundo, escribió su pasantía por estas tierras donde debió enfrentar los dos terremotos que describimos.  Dejemos que sea la propia María la que nos relate su visión de los hechos que ella sitúa el 20 de ese mes en Valparaíso:

 

 

 

20 de Noviembre (…) por primera vez desde mi llegada a Chile, vi relampaguear.  Los relámpagos continuaron sin interrupción sobre los Andes hasta después de obscurecer.  A un día sereno y algo caluroso siguió una deliciosa y tranquila noche de luna.  De mala gana entramos, para acompañar al inválido (se refiere a su hermano Glennie, inválido y de salud deplorable), y estábamos conversando tranquilamente cuando, a las diez y cuarto, la casa se sacudió violentamente con un ruido semejante a una explosión de pólvora.  Mr. Bennet salió corriendo y exclamando: -¡Un terremoto, un terremoto!, ¡Salgan, síganme, por Dios!-  Yo, más solícita por Glennie que por cualquier otra cosa, y temerosa de que el aire de la noche le hiciera mal, permanecí sentada; él, mirándome para ver qué determinación tomaba, tampoco se movió, hasta que, continuando con mayor fuerza el sacudimiento, cayó el cañón de la chimenea y los muros se abrieron.  Mr. Bennet volvió a gritar desde afuera: -¡Por amor de Dios, salgan de la casa!-  Resolvimos entonces salir al corredor, con intención, naturalmente de valernos de las gradas, pero el movimiento cobró en ese instante tal violencia que, mientras se derrumbaba el muro detrás de nosotros, saltamos de la pequeña plataforma al suelo; y en ese mismo instante la rápida trepidación de la tierra se transformó en un movimiento ondulatorio semejante al de un buque en alta mar”

 

“Jamás olvidaré las horribles emociones de esa noche. (…) La loca angustia que agita entonces los corazones y se revela en todas las miradas, me parece comparable en horror a la que se apoderará de las almas en el juicio final. (…)  No había el más leve soplo de viento, y sin embargo tal era la agitación de los árboles que sus copas parecían tocar la tierra”.

 

“Mr. Cruikshank ha venido a caballo de Quintero viejo.  Nos dice que hay grandes hendiduras en las orillas del lago; la casa quedó inhabitable; algunas de las personas que en ella vivían fueron derribadas por el terremoto, y por muebles que cayeron sobre ellas.  (…)  A lo largo de la playa hay grandes hendiduras, y parece que durante la noche el mar se retiró a considerable distancia, especialmente en la bahía de Quintero.  Desde el cerro alcanzó a divisar rocas que antes estaban enteramente cubiertas por el mar, y los restos del Águila (una embarcación que había zozobrado. N de L.P) parecen desde aquí accesibles a pie enjuto, cosa que hasta ahora jamás se había visto aún en las más bajas mareas”,

 

“Ocho y media P.M.  Nos llegan noticias de que la grande y poblada ciudad de Quillota es un montón de ruinas y Valparaíso poco menos.  En tal caso la catástrofe debe haber comprendido a los habitantes junto con las casas.  ¡Dios quiera que no sea así!”.

 

“Jueves 21 de Noviembre. (…) Lord Cochrane se encontraba a bordo de la O’Higgins cuando sobrevino el terremoto, e inmediatamente bajó a tierra y se dirigió a casa del Director, para quien hizo armar una tienda de campaña en el cerro detrás de la ciudad. (…) El Director don Bernardo O’Higgins, que vino a Valparaíso con fines evidentemente hostiles respecto a Lord Cochrane, logró apenas salvar con vida, gracias a su prontitud para salir de la casa de la gobernación.  Recibió en esa terrible noche protección y atenciones del Almirante, que, así lo espero al menos por el honor de la humanidad, lo indujeron a suspender sus hostiles intenciones.  Pero mucho me temo que su alejamiento temporal del gobierno al llegar a Santiago, haya sido sólo para dejar a otros en libertad de obrar como les plazca”.

 

“Sábado 23. (…)  Por fin hemos tenido noticias auténticas de la ruina de Quillota por medio de don Fausto del Hoyo, prisionero de Lord Cochrane.

 

Refiere don Fausto que se encontraba con algunos amigos en la plaza de Quillota, tomando parte con el pueblo en las fiestas que se celebran en la víspera de la octava de San Martín, patrono de la ciudad.  La plaza estaba llena de puestos y enramadas de arrayán y rosas, en que había jaranas, borracheras, bailes, música, máscaras, en suma una escena de discipación, o mejor dicho, de libertinaje.  Sobrevino el terremoto, y todo cambió como por encanto.  En lugar de las canciones y de los sonidos de rabel, alzose un grito de ¡Misericordia! ¡Misericordia!  Todos se golpeaban el pecho y se postraban en tierra.  Tejiendo coronas de espinas, las ponían sobre sus cabezas y las oprimían hasta que la sangre les corría por el rostro.

 

El amanecer del día 20 reveló una escena de espantosa desolación.  De la gran ciudad sólo quedaban en pie veinte casas y una iglesia.  Todos los hornos yacían en ruinas y no había pan.  El gobernador había huido.  Sus pecados atrajeron sobre la ciudad el castigo del cielo.  Así lo proclamaba e pueblo a gritos, y algunos llegaron a acusar al Gobierno de Santiago, cuya tiranía había impulsado a Dios a la venganza”.

 

 

 

Ante la gran oleada de manifestaciones piadosas que se registraron en todas la ciudades afectadas, donde existían procesiones descalzas de jovencitas gritando lamentaciones con toscos crucifijos colgándoles del cuello, latigazos autoinflingidos u otras sanguinarias penitencias, se desarrolló durante meses un prolongado debate en la prensa de la época enfrentando al cura dominico fray Tadeo Silva, quien llegó a acusar de impío y blasfemo al racional fray Camilo Henríquez, fundador del periódico La Aurora de Chile, quien defendía el origen natural de los terremotos.

 

EL TERREMOTO DE CONCEPCIÓN DE 1835

 

 

Este espantoso y breve sismo de magnitud 8,5 se conoce en la historia de Chile como La Ruina.  A las once y media de la mañana del 20 de febrero de 1835, con epicentro cerca de la isla Quiriquina,en apenas dos minutos la ciudad de Concepción quedó totalmente destrozada.

 

 

 

 

 

 

 

El intendente interino de la ciudad, coronel Ramón Boza, en un informe del mismo día aseguraba que el siglo no ha visto una ruina tan excesiva y completa, “todo, todo ha concluido”.

 

Una de las características que hizo famoso este sismo, es que en la época el naturalista Charles Darwin se encontraba en la región y que su embarcación, el Beagle, con el capitán Fitz-Roy a bordo, apreció desde el mar el dantesco espectáculo que ofreció la naturaleza esa mañana.  El relato de Fitz-Roy es como sigue:

 

"Concepción, 20 de febrero. A las diez de la mañana se observó en la ciudad de Concepción, grandes bandadas de aves marinas que pasaban encima de las casas, volando de la costa al interior. Los viejos de la ciudad y conocedores del clima de Concepción, quedaron asombrados por el cambio tan desacostumbrado de los hábitos de esas aves (principalmente gaviotas) y no vieron ningún signo precursor de que se aproximara alguna tempestad, que por otra parte, es muy rara en esta estación. A eso de las once de la mañana, la brisa sur refrescaba como de costumbre, el cielo estaba claro y casi sin nubes. A las 11:40 de tiempo medio, se sintió un movimiento que comenzó de manera débil y sin que le precediese ruido subterráneo alguno; su intensidad aumentó rápidamente. Durante el primer medio minuto, mucha gente se quedó en casa, pero los movimientos se hicieron tan violentos que luego toda la gente se aterrorizó hasta el punto de salir precipitadamente afuera. Nadie podía quedarse en pie y los edificios parecían bamboleados como por olas; de repente, una tremenda sacudida derribó y destruyó todo. En menos de 6 segundos la ciudad quedó hecha un montón de ruinas. El estrépito de las casas que se desplomaban, los horribles crujidos de la tierra cuando se abría y cerraba y que se repetía en numerosos sitios; los desgarradores gritos de la gente, el calor sofocante; las nubes de polvo que cegaban y sofocaban a los desdichados habitantes, la desesperación y confusión, el horror extremo y la alarma que no pueden ser descritos ni imaginados". 

 

La ciudad quedó en tinieblas por la gran nube de polvo que se apoderó de todo.  En varios lugares el suelo se dividió en profundas grietas de las cuales salía agua hedionda y sulfurosa.  En Coyanco, departamento de Puchacay, una colina se hundió dejando en su lugar un profundo barranco.  En medio de la bahía de San Vicente, una columna de agua se elevó varios metros y al desaparecer dejó un gran remolino, como si el fondo marino de abriera y por él entrara el océano.

 

Este terrible movimiento telúrico que afectó fuertemente la región del Bío-Bío, pudo sentirse desde la provincia del Cachapoal, en el centro de Chile hasta Valdivia por el Sur.  Un tsunami de proporciones se dejó caer después sobre la costa. Darwin, en sus anotaciones, lo describe de esta manera:

 

"Talcahuano, 20 de Febrero de 1835. El terremoto fue tan violento como en la ciudad de Concepción. (…) cuando se oyó la voz de alarma de que el mar se retiraba. No se había olvidado lo de Penco (1730 y 1751), y el temor de que una ola podía inundar toda la región, hizo que la población corriera apresurada hacia los cerros".


"Más o menos a media hora después de la sacudida, el mar se había alejado ya tanto que quedaba en seco hasta las naves ancladas en profundidades de 7 brasas; aparecían a la vista todos los peñascos de arrecifes de la bahía, cuando una descomunal ola pasó rápidamente a lo largo de la costa occidental de la bahía de Concepción, barriendo todo lo que podía oponerse a su avance; su altura alcanzaba a 30 pies encima de la señal de las altas mareas. Pasó encima de los buques, haciéndoles remolinar como simples barcos; tan impetuosa en su retirada cuanto que un torrente arrastró consigo todos los objetos movibles que el terremoto había acumulado en los montones de escombros.  Después de pocos minutos las naves se encontraron de nuevo en seco y se vio a otra gran ola que se acercaba con gran ruido e impetuosidad mayor aún, pero sus efectos no fueron tan desastrosos, pues no quedaba más por destruir.

 

 

 

El mar bajó de nuevo arrastrando las armazones de carpintería de las casas, los materiales más livianos de los edificios y dejando en seco a los buques…después de unos minutos de terrible suspenso se vio a una tercera enorme ola entre Quiriquina (isla) y el continente, aparentemente más grande que las dos primeras. Rugiendo mientras se arrojaba con gran fuerza contra cualquier obstáculo, embistió destrozando y abrumando todo a lo largo de la playa. Retirándose rápidamente como si fuera rechazada por el pie de los cerros, la ola arrastró tal cantidad de objetos caseros, cercas y muebles, el mar parecía estar cubierto de ruinas.


Al este de la Isla, la ola no fue tan grande ni tan fuerte como la que barrió Talcahuano. Teniendo más espacio para desplegarse en la parte más ancha y profunda de la bahía, rodó rápidamente cerca de Lirquén y reventó contra Tomé. Parece que al venir del océano, las olas se dividieron de cada lado de la Isla Quiriquina y siguieron dos direcciones diferentes: una tomó su curso a lo largo de Tumbes o borde occidental hacia Talcahuano, la otra a través de la abertura oriental hacia Tomé.  En el momento de la catástrofe y después de las grandes olas, la tierra parecía estar en ebullición en todos los puntos de la bahía; burbujas de aire o de gas se escapaban rápidamente; el agua se volvió negra y exhalaba un olor sulfuroso sumamente desagradable. Cantidades de peces muertos en la ribera, parecían haber sido envenenados o sofocados. En Tubul al sudeste de Santa María, el suelo se elevó seis pies. Las olas penetraron en la desembocadura del río del mismo nombre durante una hora solamente, fueron muy numerosas pero no muy fuertes; se pudo contar seis o siete.

 

En la Isla Mocha, la sacudida de este terremoto fue tan violenta que difícilmente podía uno mantenerse en pie. En el extremo de la isla, el mar se elevó por encima de los peñascos y alcanzó una altura que nunca antes había sido alcanzada por el agua a causa del viento en las peores tormentas. En el pequeño puerto de Coliumo, al norte de la bahía de Concepción, las olas se elevaban casi tanto como en Tomé, casi 14 pies, antes de alcanzar la orilla.

 

 

 

 

El pequeño puerto de Dichato compartió la calamidad general, pero, situado a una gran altura y a una mayor distancia del mar que Talcahuano, escapó a los estragos de las olas”.

 

Una consecuencia política de este terremoto, es que las adineradas familias que vivían en Concepción, después del desastre decidieron migrar a Santiago con sus negocios e industrias, lo que inclinó definitivamente la balanza en la disputa que desde hace tiempo se tenía sobre cuál ciudad debía ser con mayor propiedad la capital del país.

 

En toda la zona que abarcó el terremoto, se pudieron recoger 120 cadáveres, desconociéndose el real número de víctimas sepultadas bajo los escombros, arrasadas por la gran ola o quemados por los numerosos incendios producto de uno de los más desoladores terremotos en la historia de Chile.

 


 

Bibliografía consultada:

 

- Terremotos en Chile http://www.angelfire.com/nt/terremotos/chilehistoria.html

- Diario de mi residencia en Chile en 1822. María Graham. Editorial del Pacífico, 1956.

- Enciclopedia ChileHistoria, Editorial Lord Cochrane, 1976.

- Revista Zig-Zag, 1907.

- Sismo 24.cl

- Historia General de Chile, Diego Barros Arana.