L A   F U N C I Ó N   C O M I E N Z A

C U A N D O   L L E G A   E L   C U E N T O

p o r   G a b r i e l   G a r c í a   M á r q u e z


 

 

 

 

Para muchos latinoamericanos tal vez el exilio ya sea la patria. Sobrevivientes del genocidio, la tortura o la cárcel, vagabundos en París o en Nueva York, peones golondrinas, militantes politicos, becarios conspiradores, compañeros efímeros que uno encuentra en Suecia o en México; obreros, escritores, estudiantes, forman - formamos - una legión errante que se identifica por ciertos rostros de desdicha o de furia fecunda, y a veces también por la risa de los viejos chistes repetidos hasta el cansancio, y viajes y migraciones voluntarias o impuestas por la patria ajena y ancha del mundo. Todos se conocen. Todos se preguntan por un trabajo, por una visa, por un lugar donde vivir, por los amigos invisibles que ya no viajan porque ya no podrían viajar sino en los sueños de los que sobreviven. Ese es el exilio. Y también los encuentros fugaces, la calle de una ciudad que se parece tanto a la de uno, pero que no lo es, aunque todas sean la misma esquina del mundo, como dice Poli Délano en este libro. La cosa, el chiste, la vacilada, es abrir las doradas puertas del exilio, como propone el sabio Orgambide -autor de cuentos hermosos y prólogos inmortales - , y entrar sin hacer tango en la marea de los recuerdos, en la maleta llena de miles y miles de pollitos tiernos del mago de Alejandría, en la valija del prestidigitador que se abre para el auditorio, señoras y señores, porque la función comienza cuando usted llega a cada cuento, y ha de continuar, digo yo, hasta más allá de los límites de la memoria.

 

 

 


 

 

 

 


 

 

El cantor de telón despliega el mapa de América Latina, el ensombrecido Cono Sur, una fábula de islas, poblados en la selva, arrabales, puertos, y de pronto saca una postal, la foto de un amor o un compañero muerto, la nostalgia de una ciudad (de ese mar de la Martinica que yo conozco y amo tanto como aquel negro de Paris en el cuento de José Luis González), y el mapa se vuelve loco de signos, de señales oscuras, y entonces la patria del exilio borra sus fronteras: es el chileno Délano el que evoca un tango, el argentino Orgambide quien hace hablar a su mulata de Cali, o a su exiliado español o yugoeslavo, y el panameño Pitty el diario de todos, y el nicaragüense Chávez Alfaro y el ecuatoriano Donoso Pareja sumando a ese lenguaje, que es de todos y ya no es de ninguno, la persistencia del lenguaje común y comunal del exilio.

 

De este feliz intercambio, de este trastrueque de lenguajes, modos y entonaciones de la Babel Latinoamericana surgen los cuentos de estos narradores. Ninguno de ellos pierde, por supuesto, su signo personal. Sin embargo, y en esto, al menos, lo autobiográfico es engañoso: estos inventores de historias inventadas disimulan bien sus errancias y penurias y se las endilgan a personajes suyos que andan por el libro como por un puerto. En todos hay un afán coloquial que les viene de la habladera sin término del exilio, todos tienen algo de narradores orales que saben solicitar la atención y quieren ser recompensados por ella, todos tienen mucho del arte del merolico de mercado dominical que antes de darnos sus amuletos y brebajes comienza la labor de encantamiento encadenando los fuegos artificiales de sus palabras que estallan en el cielo sombrío de las verdades de su cuento. Algo los une, además o más que la desdicha: el humor. Hijos del Periquillo Sarniento, picaros o amigos de otros picaros, estos cuentistas cuenteros manejan el humor como procedimiento literario, se burlan de la solemnidad, saben reír, ¡qué carajo!

 

Dicen que después de los treinta años cada hombre tiene la cara que se merece. En la literatura, esta cara debe ser el estilo, el lenguaje, la forma en que cada quien hace hablar el universo por su boca, como querían sin conseguirlo los presocráticos. Estos escritores han pasado esa edad y ya hablan por sí mismos. Vienen de la borrasca, de tumultuosos pleitos en los países que han abandonado. Son pasajeros de tránsito, pero el pasado crece en todos ellos como una forma de lucidez, de compromiso con las luchas y expectativas de otros hombres, de otros combatientes de América Latina. Por pudor, aluden a ellos sólo en forma ocasional, pero ellos están presentes de alguna manera, ellos son los testigos silenciosos que avalan estos cuentos. Así, estas producciones literarias, estas hierbas medicinales de la imaginación también pueden verse y pampadecerse como una tenaz y apasionada forma de resistencia frente a las ideologías criminales del neofascismo de América Latina. Algunos de los hombres que escriben estos cuentos tienen sus puestos en otros frentes de lucha, fuera de la literatura, pero no la desdeñan como algo auxiliar ni la usan como mera forma de propaganda. Van a ella y vienen de ella porque es la buena madre que ha de darnos de mamar otra vez a todos los hombres en la hora de la muerte y ella les cuenta viejas historias de esta parte del mundo y les dice la verdad de que aún la poesía es posible, y que la alegría y la esperanza, a la sombra de las bayonetas, no están perdidas para siempre.

 

(Nota: Este trabajo constituye el prólogo del libro 'Exilio' y fue extraído de la revista Literatura Chilena en el Exilio. N 11 julio 1979)