E N   C U A R E N T E N A

p o r   M i g u e l   V e r a   C i f r a s

 

 

 

Miguel Vera-Cifras es Licenciado en Literatura Hispánica (Universidad de Chile) y Magíster en Musicología (Universidad Alberto Hurtado). Conduce hace 20 años el programa “Holojazz” en Radio Universidad de Chile.

 


 

 

 


 

1

 

A pocos días de haber comenzado mis clases por zoom, interactuando con mis alumnos tele-presentes, añoro salir de casa y siento que no he comenzado nada. Por el contrario, estoy varado en este limbo o inmóvil red de circuitos concéntricos donde estamos y no estamos al mismo tiempo y donde muchos, parapetados en un verdadero búnker, exageran las despedidas sin haber cruzado hacia ninguna parte. Mientras tanto, en medio del naufragio, otros -vía teletrabajo- toman el remo en la galera virtual con la tranquilizadora idea de que es importante mantener todo funcionando. Pagar las deudas, mantener la ficción a la cual llamamos normalidad.

 

2

 

¿Vivimos, acaso, ya en un futuro sin mañana? Nunca habíamos tenido tanto tiempo disponible. Es paradójico. En un sentido sólo comparable a la promiscuidad del teletrabajo que invade nuestra intimidad. Las pantallas son muros transparentes o una cuarta pared de representación social colectiva; un espejismo y engaño de mala tramoya capitalista. Pareciera que la privacidad se nos fue con el último abrazo. Ahora, al timón de su cuarto, cada solitario pedalea en el aire montado en su bicicleta gym, contando latidos y calorías, inmóvil sin embargo, como polea loca en sí misma[1]. Mientras tanto, fuera del arca, los marginados deben atravesar la ciudad hacinados en buses y trenes, expuestos a diluvio de recomendaciones para prevenir el contagio. La urbe yace en silencio, acunada por la maleza que crece en sus calles. La conexión mediática reemplaza gradualmente a la sociabilidad presencial, que a veces parece un coro de solistas desafinados. En general, cada cual rima consigo mismo[2] en un monólogo de espejo retrovisor ya sin función cuando no hay proa ni popa en este barco. El aburrimiento contamina la soledad sin meditación, expuesta a la algarabía de los reclusos. Ahora la intimidad se paga o se arrienda. Es un privilegio, un bien suntuario para quienes pueden pagar por ello. No hay pudor alguno para los que deben permanecer en el cepo del teclado y contactarse a distancia mediante un “zoom” que al acercarnos, nos aleja.

 

3

 

Una cuarentena de alumnos por curso. Una jornada interminable. Soy el huésped contractualmente entrometido en cada domicilio, pieza o dispositivo donde ingreso con mi clase. Al principio con timidez, cada vez con más desparpajo, recibo en mi pantalla a casi cuatrocientos ojos y oídos curiosos intentando inmiscuirse en mi departamento para saber quien realmente soy o digo ser como anfitrión. Acaso máscaras ausentes, indiferentes o suplentes en un loop que me tiene hablando solo, transmitiendo este mensaje vacío a nadie a ninguna parte. Kafka, Ana Frank y otros nos lo advirtieron. No los escuchamos. No los leímos. Si bien el encierro era otro, más hosco (esta reclusión es más extrovertida, pues oculta las paredes) la oclusión del espíritu fue la misma. La educación se convirtió en un instrumento quirúrgico para una nueva lobotomía social: la generación de un nuevo cognitariado sometido el termitero de la burocracia. Rancio abuso que el neurocapitalismo semiogenético está inyectando con sutil nano-pedagogía a través de este virus que a decir de los expertos no es ni vivo ni muerto, ni cosa alguna que se le parezca, sino un mero principio funcional: una partícula que asociada a una maquinaria biológica puede replicarse. Apagada la clase, cuelgo mi ropa, armo mi cama e intento dormir, aunque las noches son largas. Y más largas aún, las pesadillas. Recuerdo poemas de amigos bajando raudamente / a los pasillos huracanados/ de la meditación y el pánico[3], repaso películas erosionadas de tanto verlas, elijo un vinilo para escuchar, escudriño papeles que no veía hace años.

 


 

 


 

 

4

 

Son las 3 de la madrugada y alguien me escribe por wasap: “¿estás ahí?”. Compartimos el insomnio conversando hasta las cinco. Como una forma de acercarnos, susurramos. Es lo más parecido a una caricia que podemos estar. Sin más y sin saber cómo, estamos ya instalados en el ejercicio diario. Un nuevo día despunta y la familiaridad de mis alumnos me reconforta un poco más. Hay complicidad, sutilezas, indicios, pistas que nos conectan cada vez mejor. A veces, ante un silencio eterno, los estornudos son campanas estrepitosas rebotando en ese espacio que imagino al otro lado de la pantalla, paseando por inmensos jardines silvestres que se extienden más allá de donde puedo ver. Esa es la red de la red: el afuera del abismo. He intentado mantener –como mi empleador sugirió- un fondo sobrio, aunque aún creo me delatan mis paredes llenas de fotos, cuadros y libros, mi descuido y esta decoración naíf que dejo entrever. Y siempre hay puntos ciegos que tapo u obstaculizo con mi cuerpo, aromas no comunicables, vibraciones no perceptibles e invisibles brisas que cruzan con suave tenor o una sombra que se mueve y es sólo una de mis cortinas que juega con la luz. Mi sala (así le llamo a cada sesión) se ha convertido en un panóptico al revés, donde todos miran y, al mismo tiempo, todos son mirados. Un ruedo donde, a veces, tanta pregunta y observación me saturan y sin embargo me hacen olvidar que estamos a punto de tocarnos digitando la pantalla. Ahora sé que el sonido es táctil y cada membrana, el umbral de una hermosa ilusión. Una vez un profe dijo que era imposible tocar sin ser tocado. Touché.

 

5

 

La pantalla es, antes que un pozo de luz, una ventana de hojas batientes que pareciera desaparecer, adhiriéndose al encuadre de toda realidad. Eso, hasta que la frontera higiénica cierra sus cortinas y vemos la celda hospitalaria y el apocalipsis zombi en que estamos. Es la fase toxémica de la enfermedad. El silencio sopla en mi cabeza como si rozara la loza de un aeropuerto. Vuelo escuchando un tema de Ornette Coleman (“The Empty Foxhole”, 1966) y un remolino de viento sopla en mi memoria. Regreso a mi indigente casa de fonolas en mi población de Conchalí y pienso, como en la música, “la pobreza es un riesgo; un ritmo desbordado, lo suficientemente sucio como para bailar con la muerte”. El disco gira y tiene sentido. Algunos piensan que el jazz siempre fue un virus[4], algo extraño cuyo peligro consistió en no ser nada y al mismo tiempo poder transformarlo todo al ingresar a otras vidas. Una fiebre radical que fue invadiendo a otras músicas, liberándolas de sus amarras puristas para que pudieran hablar otras lenguas. El pentecostés de la música. Eso fue el jazz. Un huésped que transformaba el inhóspito u hospitalario cuerpo social que lo recibía. Algunos han llegado a imaginar que fue un niño secuestrado, abandonado y polizonte, aventurero y gañán. El poeta Jean Cocteau, en 1929, escribió y dejó grabado en fonógrafo un poema trágico (Les Voleurs d’enfants) con acompañamiento de jazz y lectura del propio autor, donde cuenta la historia de un niño que, secuestrado a su madre, crece en una atmósfera de circo, bohemia y mala vida, vestido con parches y adiestrado por ladrones. Socialmente imbunchado, este pequeño Prometeo moderno solicitó siempre de nuestro afecto ya que no tuvo familia, ni amor, ni recuerdos que lo regresaran a casa alguna, adoptivo o huérfano de nacimiento. Como Chile huacho, donde todo se arma a pedazos, improvisando en la intemperie.

 


 

     

 


 

 

6

 

Pensando en mi próxima clase, abro el libro “Elegías latinas de la viruela” del abate Juan Ignacio Molina. Un testamento de los padecimientos que debió sufrir el jesuita chileno ante el “hórrido monstruo” que azotó al país en 1761. En medio de su delirio febril, escribió: la lengua ya no presta servicio: colgada, seca, muda / apenas pronuncia sonidos lamentables / incendiado estoy […] alejado de los límites del aire[5]. Más allá del músculo, fue el lenguaraz órgano del habla el que fracasó, impotente ante lo inefable y toxémico del visitante, como ahora reconocemos la impotencia y desidia gubernamental ante el COVID-19. Aún así, el empeño no decae y obstinamos nuevas torpes palabras para alcanzar a decir algo antes de que sea demasiado tarde, apuntando a una cosa a través de otra, echando mano a la metáfora viral que -desde la ribera contraria a la idealización- nos conduce a la satanización del otrora inocente invasor. William Burroughs decía que la burocracia era el virus que socavaba el cuerpo del Estado. Un verdadero cáncer cuya carcoma mataba los tejidos de la democracia. Lo hemos podido comprobar hoy, cuando la eugenesia espartana, otrora resucitada por el régimen nazi y reprobada por los Estados europeos humanistas de post guerra, reaparece actualizada por las políticas de Suecia, EEUU, Brasil y Chile, cada vez más acorralados a tener que llegar igualmente, pese a sus esfuerzos por evitarlo, a la cuarentena total. Ante una población indefensa y legalmente "sacrificable", la evaluación costo-beneficio concluye que es preferible abandonar el lastre comunitario en favor del nicho financiero de potenciales consumidores sobrevivientes en un estado de ficticia vuelta a la normalidad. Resulta más práctico sitiar a los contagiados por el coronavirus (para que mueran los que tienen que morir), que intentar salvarlos mediante cuarentenas totales precautorias. La política de prevención se descarta enfatizando un enfoque de focalización y reducción a posteriori del contagio, dejando así en la más absoluta indefensión a pobres y débiles inmunitarios. Pareciera que no vale la pena la debacle en los mercados bursátiles por el inoficioso esfuerzo por solucionar lo insolucionable. Detener el sistema productivo o desacelerarlo al mínimo llevaría a una quiebra total. Entonces, es preferible entrar al ojo del huracán y definitivamente resetear la economía global contando con que un nuevo común-inmunitariado sobrevivirá para los mercados futuros. Así, vemos desde nuestra reclusión epidemiológica a cientos de muertos incinerados, sin despedida ni ceremonia, cuya columna apenas será, al día siguiente, parte de una lista de nuevas estadísticas que el gobierno lee como un tétrico mantra del nuevo capitalismo feroz. La profecía de un capitalismo biogenético (la vida como capital biológico) está aquí ya entre nosotros. Parece lamentable, pero lejos de ser un lapsus en el devenir, esto parece comportar un ingreso a otro loop en que la historia nos regresa al problema básico de la supervivencia como espacio de muerte. Es altamente probable que muchos, si no la mayoría, podrán sobrevivir gracias a la galera romana del teletrabajo. Otros, los desgraciados infectos, serán llevados al monte para arrojarlos al abismo de un "manejo compasivo", un eufemismo que en boca de un criminal significa la des-conexión final de este mundo. La retórica dilatoria es cada vez más evidente. La gradualidad es un muro de contención para ocultar el genocidio. Obligados a encerrarnos con la bestia en el coliseo, los débiles están cayendo día tras día en la arena. El dilema es en el fondo: ¿quiebra o muerte? Chile está optando por evitar lo primero, inmisericorde y pusilánime ante lo segundo. Es el ineluctable avance viral. El que otrora fuera un país latinoamericano a la sombra del modelo humanista (España, Francia, Inglaterra) ahora sigue los rieles del nuevo pragmatismo post-capitalista. El espectáculo es triste. Lo que finalmente ha desnudado esta global catástrofe sanitaria es el conflicto que algunos ingenuos creían superado en el capitalismo tardío, esto es, la disyuntiva espartana, entre Ley y Humanidad, capital financiero y salud pública. El Leviathan anda suelto pronto a aplastar las cabezas del precariado y cognitariado más débil. Creo, sin embargo, que la sabiduría de un nuevo código siempre subyace a la fase banal del mal y a la inexorable mudez del asesino. Habremos de traducir esto en una rebelión diferente. Si traducir es hablar callando, y sobrevivir es atravesar este difícil trance viral, creo que es altamente probable que otras palabras broten del silencio sin megáfono y otras fuerzas aprendan a convivir con la otredad absoluta del virus dentro de nosotros. El dios de la higiene es un tabú. La salud está en convivir con la peste y en hacerla parte de lo que podemos explorar en ella. Al Leviathan se opondrá un Común endemoniado que estallará dentro de nosotros, como Legión, porque somos muchos.

 

7

 

Van a ser las siete de la tarde. Debo desconectarme y sanitizar mi teclado y pantalla. Mañana despertaré para cuando el paréntesis de la amniósis digital dé, por fin, paso a otro paisaje y territorio colmado de aire fresco, libre y abierto.

 

En cuarentena, Santiago de Chile,2020.

 

[1] Verso del poema “Galope Muerto” de Pablo Neruda.

[2] Verso del poema “Tiempos de cólera” de Eugenio Dávalos Pomareda.

[3] Verso del poema “La Venda” de Aristóteles España.

[4] Lo escuché de boca de Roberto Barahona (difusor de jazz) quien, invitado a Holojazz, señaló que a él el jazz lo había invadido como un virus. 

[5] Versos de “Elegías latinas de la Viruela, 1761” del Abate Molina.