SÓLO LA MUERTE.

 

 

Hay cementerios solos,

tumbas llenas de huesos sin sonido,

el corazón pasando un túnel

oscuro, oscuro, oscuro,

como un naufragio hacia adentro nos

       morimos,

como ahogarnos en el corazón,

como irnos cayendo desde la piel al alma.

 

Hay cadáveres,

hay pies de pegajosa losa fría,

hay la muerte en los huesos,

como un sonido puro,

como un ladrido sin perro,

saliendo de ciertas campanas, de ciertas

       tumbas,

creciendo en la humedad como el llanto o la

       lluvia.

 

Yo veo solo, a veces,

ataúdes a vela,

zarpar con difuntos pálidos, con mujeres de

       trenzas muertas,

con panaderos blancos como ángeles,

con niñas pensativas casadas con notarios,

ataúdes subiendo al río vertical de los

       muertos,

el río morado,

hacia arriba con las velas hinchadas por el

       sonido de la muerte.

A lo sonoro llega la muerte

como un zapato sin pie, como un traje sin

       hombre,

llega a golpear con un anillo sin piedra y sin

       dedo,

llega a gritar sin boca, sin lengua, sin

       garganta.

 

Sin embargo sus pasos suenan

y su vestido suena, callado, como un árbol.

 

Yo no sé, yo conozco poco, yo apenas veo,

pero creo que su canto tiene color de violetas

       húmedas,

de violetas acostumbradas a la tierra,

porque la cara de la muerte es verde,

y la mirada de la muerte es verde,

con la aguda humedad de una hoja de violeta

y su grave color de invierno exasperado.

 

Pero la muerte va también por la muerte

       vestido de escoba,

lame el suelo buscando difuntos,

la muerte está en la escoba,

es la lengua de la muerte buscando muertos,

es la aguja de la muerte buscando hilo.

 

La muerte está en los catres:

en los colchones lentos, en las frazadas

       negras

vive tendida, y de repente sopla:

sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,

y hay camas navegando a un puerto

en donde está esperando, vestida de

       almirante.