L O S   G O L P E S   D E   C É S A R   V A L L E J O


p o r   R e i n a l d o   S p i t a l e t t a

 

 

 

 

Reinaldo Spitaletta es comunicador social-periodista, Universidad de Antioquia. Estudios de Maestría en Historia, Universidad Nacional Sede Medellín. Escritor y autor, entre otras obras, de Vida, Muerte y Resurrección de Benjamín Camacho, 2007 (Reportaje); El último Puerto de la Tía Verania, 1999 (Novela), El desaparecido y otros cuentos 1991(Cuento). Actualmente, es productor del programa Medellín al derecho y al revés de Radio Bolivariana. Es docente universitario de la UPB y de la Universidad de Antioquia en Periodismo de Opinión, Periodismo de Investigación y Periodismo Narrativo. Es fundador y presidente del Centro de Historia de Bello.

 


 

 

 

Los pueblos existen gracias a los poetas. Ellos son sus inventores, dadores de identidad. Ellos, tan audaces, se parecen a los dioses, sobre todo a aquellos que carecen de prepotencia. Creo que, por ejemplo, Antioquia existe gracias a Tomás Carrasquilla. Sin él, sin su literatura, que nos desnudó y nos mostró con vicios y virtudes (más los primeros que los últimos), no existiríamos.

 

Antes de que América Latina comenzara a tener noción de sí misma, cuando todavía no rompía con la mentalidad colonial española y caía con estrépito en la colonización de nuevo cuño de los Estados Unidos, un poeta nos puso a reflexionar desde nuestra perspectiva, nos mostró la luz, con sus conjuros nos reveló el mundo. Y rompió las cadenas.

 

Poesía es nombrar la tierra. O renombrarla. Darle otra manera de la respiración. Sirve, si vamos a ser utilitaristas, para encontrarnos con nosotros mismos. O, como lo hizo un peruano universal, para que no siguieran creyendo los potentados de otras coordenadas que América era aún un conglomerado de salvajes por redimir. O por civilizar.

 

Y en este punto surgen la figura y la voz de César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892-París, 1938), aquel que quería morir en París con aguacero “un día del cual tengo ya el recuerdo”. Poeta del dolor y de las tristezas de un continente, pero, a su vez, del enaltecimiento del hombre, de aquel que es víctima, de ese otro al que le han quitado la palabra. Y la tierra.

 

 

 

La palabra de Vallejo logra resucitar cadáveres, le da un poder de resucitación a la masa, y, de otra parte, otorga a nuestra lengua nuevas sonoridades, incorpora nuevas palabras, como sucede, digamos, en su libro Trilce: “Rumbé sin novedad por la veteada calle / que yo me sé. Todo sin novedad, / de veras. Y fondeé hacia cosas así, / y fui pasado”.

 

Poeta de las cárceles y de la libertad, Vallejo nos golpea con su sentido de lo humano y de lo divino: “hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”.

 

La poesía lo es cuando renueva, cuando penetra en la sangre, cuando es capaz de hacer llover sangre hacia el cielo (¡ay, Miguel Hernández!), cuando es capaz de decir -como el inca- que el hombre es tierra que anda. Como nos hemos vuelto necrófilos hay que decir por qué diablos estamos escribiendo hoy sobre Vallejo. Puede ser porque aquel era un poeta que prosaba versos, o por un aniversario de su muerte, que no es muerte. Se murió en París un viernes santo, con un aguacero de palabras. O porque repasando estanterías he sacado otra vez un vetusto libro suyo y lo he abierto en cualquier página y su luz me ha conmovido y deslumbrado.

 

Cuentan que el médico de Vallejo, cuando el poeta estaba en sus postrimerías, dijo: “Este hombre se está muriendo y yo no sé de qué”. Se murió tal vez de mestizaje, de cierta melancolía o de acordarse sin remedio de haber nacido un día en que Dios estuvo enfermo. En realidad, de qué mueren los poetas. No falta el que lo consuma la tristeza tras haberle cantado a una humanidad autodestructiva. O el que se extingue tras ver caer tantos hombres en la guerra. Vallejo se murió de dolores, de dolores ajenos (como Discépolo, poeta de tango), porque sabía que -desgraciadamente- “el dolor crece en el mundo a cada rato”.

 

 

 

O como él lo escribiera de modo perturbador: (el dolor) “crece a treinta minutos por segundo, paso a paso, y la naturaleza del dolor es el dolor dos veces…”. El poeta, dotado de antenas, más sensible que el mortal humano, sabe que hay dolor en el pecho, en la cartera, en el vaso y la solapa y la carnicería. Y en la aritmética.

 

Presumía que había dolores en los tratados comerciales y en las transacciones bursátiles. Y hasta en el avaro que se deja crecer la panza, pero también las arcas. “Jamás, señor ministro de salud, fue la salud más mortal”: Que ni que estuviera hablando con algún ministril colombiano. Aquí la salud está cada vez más enferma. Gajes del nada poético neoliberalismo.

 

César Vallejo sufría solamente: “Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamara César Vallejo, también sufriría este mismo dolor”.

 

Vallejo supo de pobrezas y marginaciones, de adoloridas infancias, de subversiones poéticas. Ya en Europa sobrevivió con el periodismo y vivió, hacia adentro, de la poesía. “Todos los días amanezco a ciegas, a trabajar para vivir”.

 

La ventaja de los poetas es que se mueren para seguir viviendo, como el cadáver de Vallejo: todos los hombres de la tierra lo rodearon y el “cadáver triste, emocionado” se abrazó al primer hombre y echó a andar. ¿Vallejo nos sigue inventando? ¡Yo no sé!.

 


 

 

 

 

Dos poemas para César Vallejo de Felipe Garzón Bernal


 

 

 

Vallejo: El Indio


 

 

¡…!

 

¿Conocer tu faz

como quien dice conocerse la palma de la mano?

 

Mapa de fronteras impredecibles

A veces

sin horizonte en la mirada

Otras

señalando los límites del día y de la noche

 

Volcán inextinguible

 

Ríos que se desbordan de su llanto

                                         de su rabia

Cataratas que caen como el árbol

               ¡odumodneurtse!

 

Polvareda de su boca

 

Desierto

hasta el mar de sus sienes crepusculares

 

El bastón                 igualmente de hueso

                                 extensión de su mano

                                                          le basta

para quebrar las aguas       y convertirlas

en llanto          o en sangre         o en lodo

conforme al ritmo del universo humano

                         o

para tocar               las puertas del placer

                               el orificio de la muerte

                           o las puertas del infierno

 

Porque el cielo

es su silla                  la palabra sustancial

                                                         el verbo

 

Daniel Día

 

¡…!: En el poema Ya estamos en combate de Raúl Gómez García

 

 

 

¡odumodneurtse!


 

¡odumodneurtse!

 

Exclama el árbol mientras cae

Abre boquetes a la noche

Arrasa un pedazo de cielo

y la tierra se abre con un grito de silencio

Sus raíces aferradas del sueño

 

Cae también su sombra                             morada

de pájaros y vientos                       albergue

de peregrinos y de hombres

olvidados por la historia               refugio

de noctívagos e insomnes

 

Cae después de la tormenta de los tiempos

sobre la indiferencia que mantiene

los dominios de la oscuridad y de la muerte

 

El aire se llena con olor de árbol estremecido

y de humedad de sus entrañas

 

Remotos tiempos afloran en la caída del árbol

recuerdos de cuando era niño

mas no habrá quién llore por su ausencia

 

¡odumodneurtse!                                es el grito de su caída

como tierra que se abre                 y nos traga

como cielo que se desprende       y nos abre los ojos

                                                           y la conciencia

de que somos parte suya

y de su savia que se derrama

y de sus hojas que nos miran

y de sus huesos                                          

de su memoria

 

¡odumodneurtse!       

 

¡Que su caída nos levante del olvido!

 

Daniel Día

Al Acacio, o Frijolato o Campano,  caído en la noche del 19 de octubre de 2011

en el Parque del Obrero, Puerto Berrío, Antioquia - Colombia