L A   V I D A   D E

E L   B O S C O

p o r   M a r i o   B u s s a g l i

 
 

 

 

 

 

 

 

Si supiéramos con mayor precisión de la vida de Jeroen Anthoniszoon van Aken, más conocido con el seudónimo por él ideado y con el que firma varias de sus obras, de Hieronimus Bosch, en español, el Bosco, muchos aspectos fascinantes de su arte enigmático aparecerían probablemente más claros. Aquellos símbolos ambiguos, desconcertantes, que usó con largueza, que usó con largueza, impulsado por una fantasía increíble y por una intensión precisa, habrían de adquirir un sentido más definido. Perderían quizás aquel halo de misterio que hoy los envuelve, pero, en compensación, el valor estético de sus obras, en verdad grandísimo, se habría de apreciar más directamente. Pues aún hoy se discute si la compleja personalidad de este gran maestro, que aquí ofrece un problema crítico y un enigma sicológico, escondía, entre sombras profundas, si fue un hereje atormentado que oscuramente se confiesa en sus obras, o un creyente de espíritu irónico, burlonamente escéptico sobre la naturaleza humana, una especie de mago frustrado o un místico de la fe adamantina. O todo esto junto. Ciertamente sus composiciones, sus símbolos, sus visiones monstruosas y demoníacas entrañan incluso para el final del Quattrocento flamenco, una experiencia espiritual nada común, el síntoma de una desesperada voluntad de expresas y de transmitir algo nuevo y diverso (un mensaje) que la sencillez burguesa del notable y rico Jeroen van Aken, cual aparece en los escasos datos al alcance, hace difícilmente concebibles.

 

El misterio del Bosco se encierra en sus obras. Su apellido, sobradamente conocido por pertenecer a una familia de buenos pintores, oscila entre grafías diversas: Aken, Aeken, Aquen, Acken, lo que, alguna vez, complica la tarea nada fácil de los críticos. Nacido hacia 1450 —se desconoce la fecha precisa— en ‘s Hertogenbosch (es decir Bois-le-Duc), pequeña ciudad del Brabante, cercana a Amberes, sacó de la última sílaba de aquel nombre el seudónimo con el que se habría de hacer célebre, quizá por una vaga alusión al «bosque» de contradicciones y de tormentos de su alma, o quizá por una simple elección del significado y sonido que no implica sino su afecto a la ciudad. El padre, Anthonis van Aken, era pintor, como sus dos tíos paternos, e igualmente el abuelo, Jan van Aken, el más conocido de la familia después de Jeroen, por una Crucifixión realizada al fresco en la catedral de la ciudad y fechada en 1444.

 

Casi todas las noticias relativas al Bosco se ofrecen en los documentos del archivo de la Ilustre Hermandad Lieve-Vrouve Broerderschaps, es decir de la Cofradía de Nuestra Señora. Por ellos sabemos que en 1478 se casó con Aleid van Meervenne, rica patricia de veinticinco años, que le aportó una considerable dote y a quien debió su acceso, lento pero seguro, a la desconfiada sociedad burguesa de ‘s Hertogenbosch. En el mismo año, o en alguno de los subsiguientes, murió su padre, pues en 1480-81, ya solo, completó por encargo de la Cofradía un tríptico que el padre había dejado inconcluso. Lo que demuestra haber obtenido y notoriedad y crédito. En 1486, y por el rango social de su mujer, fue recibido como miembro de la Cofradía. Dos años después (1488) prestó juramento para alcanzar el grado de «hermano jurado», convirtiéndose en uno de los ciudadanos notables. Los registros de la Cofradía recuerdan también que, entre 1493 y 1494, el Bosco preparó y llevó a término los dibujos que debían adornar la capilla de la Cofradía misma en la catedral de San Juan. Tales dibujos, salvo uno, han sido destruidos, como por lo demás ocurre con una gran parte de las obras del Bosco, objetos del furor iconoclasta de los reformistas. Los registros ordinarios de la Cofradía consignan su muerte en 1516, muy brevemente, pero destacándolo como «insignis pictor» y «ser vermaers schilder», suficiente para confirmar la fama conquistada ya merced a una actividad prodigiosa y multiforme.

 

Escasa, pues, las noticias al alcance y reflejando todas una existencia aparentemente tranquila, se desarrollaría, a lo que parece, exclusivamente en el ámbito ciudadano y en el ambiente de la alta burguesía. Pero quizá las apariencias engañan porque el mundo en que vivía el Bosco era bastante más variado y complejo de lo que aparece ante nuestros ojos. La pequeña ciudad de ‘s Hertogenbosch, que  Ludovico Guicciardini en su Descrittione di tutti i Paesi Bassi (Amberes, 1567), destaca por la producción de tejidos ricos, cuchillos y alfileres finísimos, era entonces una de las mayores de Brabante. Aunque provinciana, no era insensible a los problemas de la cultura y del espíritu. Allí existía una escuela de los Hermanos de la Vida Común, fundada por uno de los discípulos de Jan van Ruysbroeck, Gerhard Groote, hacia fines del siglo XIV. En ella pasó tres años de su vida Erasmo de Rotterdam todavía muy joven. Seguramente allí también se propagaría en secreto la herejía de los Adamitas, que creían en la restauración universal y en el espíritu libre y que consideraban obra de Dios también el mal, por lo que se abstenían de considerarlo pecado. Posiblemente, alguno de estos y de sus simpatizantes, pese a la tenaz hostilidad de los seguidores de la corriente mística promovida por Ruysbroeck, formarían parte, desde luego, de la misma Cofradía que acogió al Bosco.

 


 

 


 

El grabado difundía, de manera no vista hasta entonces, obras de alquimia de diversa importancia y, quizá, no es fortuito el caso de que las Visiones de Tundalo hayan sido impresas en el mismo ‘s Hertogenbosch en 1484. Por otra parte, la Cofradía a la que pertenecía el pintor no limitaba sus propios fines a la plegaria, a la asistencia de enfermos, a los funerales y, en suma, a obras de caridad, sino que se empleaba también en representaciones más o menos sacras, en danzas simbólico-edificantes, en coreografías fantásticas, en las que recurrían a motivos terroríficos y demoníacos, entre el desenfreno y la gazmoñería, de acuerdo con el espíritu de la época. Eran las manifestaciones contra las cuales debería centrarse más tarde la ágil controversia de Erasmo que en su Exorcismus siver Spectrum, uno de los Colloquia Familiaria, lo pone en ridículo aunque de manera indirecta. Es bastante verosímil que el Bosco tuviese una parte no despreciable en la organización y, sobre todo, en la búsqueda de efectos impresionantes en estos espectáculos. Tal vez es suya la realización de aquel «carro» con las Tentaciones del Ermitaño que recogía el tema popularísimo de las Tentaciones de San Antonio y que tuvo un gran éxito según los documentos de la Cofradía.

 

Como se ve, no es fácil darse cuenta del ambiente cultural en que se movía el Bosco si no se conoce suficientemente la literatura alquímica y mágica, bien sea la esotérica o la de raíz más popular. Un mundo que prefería el Ars Moriendi, obra supersticiosa en extremo, a ratos realista y traspasada de una profunda fe, absurdamente revestida de la apariencia de un tratado exquisitamente técnico, era, sin duda alguna, un mundo complejo y atormentado. En él, la alquimia se consideraba como un medio corriente y difundido de realizaciones espirituales, una doctrina que —excluyendo las escasas nociones, sueltas y equivocadas, de una ciencia experimental todavía en embrión— respondía a una exigencia sincera que llegaba a ser sospechosa únicamente cuando se revestía de la envoltura y de las técnicas propias de la magia negra, transformándose en un vehículo de ideas satánicas. Es la época en que Inocencio VIIIU promulgó la célebre bula Summis desiderantes affectibus (1484) para combatir la creciente difusión de las prácticas mágicas y que vio salir, tres años después, aquel terrible Malleus Maleficarum que será verdaderamente el martillo de las brujas, y que tendrá tanta importancia para la Inquisición al instruir los procesos por hechicerías. Incluso el ambiente católico más ortodoxo estaba penetrado de corrientes ideológicas, actitudes morales y costumbres inconcebibles en otros momentos. Ciertos predicadores de fama —como Alain de la Roche— hablaban mediante imágenes apocalípticas, pero obscenamente sensuales, con la finalidad de aumentar su poder persuasivo, impresionando de forma repelente la fantasía del auditorio generalmente propensa a una sensualidad desenfrenada. Del mismo modo polemizaban de forma indirecta con la visión alquimista del universo que, en el contraste de los términos opuestos, vislumbraban un reflejo continuo de la distinción fundamental entre macho y hembra, y, en el matrimonio, la reintegración unitaria de la realidad. Las iglesias habían llegado a ser punto de reunión de todo género. Allí eran, desde luego, toleradas las embaucadoras que buscaban en aquel sagrado lugar su ocasional clientela (cfr. J. Huizinga, El otoño de la Edad Media, Revista de Occidente, 1ª ed. Madrid, 1930, 6ª. Ed. Madrid, 1965), mientras que en las procesiones y peregrinaciones se encontraba ocasión, más frecuente de lo que se piensa, para llevar el espíritu hacia otros pecados, aligerándolo del peso acumulado anteriormente.

 

La incongruencia de estas actitudes, claramente absurda desde el punto de vista moral, es el oneroso tributo que deben pagar forzosamente las generaciones que viven en época de transición. Justamente por esta incongruencia permanece al descubierto el problema sicológico del Bosco. Cualquiera que sea su fin último, él reprocha, con extrema violencia, a los hombres la ambigüedad de su alma, la fuerza de sus terrores, la corrupción, la bestialidad, que sólo en parte pueden ser escondidas por el respeto exterior, ajeno al grado y a la función social que desempeñan.

 

El mensaje del Bosco, indudablemente revestido de un arte nobilísimo, pudiera ser también el de un adamita, como piensa Wilhelm Fraenger, (Die Hochztei zu Kana. Ein Document semitischer Gnosis bei Hjeronimus Bosch, Berlin, 1950), insistiendo en esta hipótesis en obras sucesivas.

 


 

 


 

Por otra parte, las imágenes fantásticas y «caprichosas» de nuestro pintor, aun cuando controladas por un sentido de la figura y de la composición realmente excepcional, parecen productos de una experiencia onírica anormal, o más bien de alucinaciones provocadas con el auxilio de alguna droga. Robert L. Delevoy (Bosch, Ginebra, 1960, pág. 76) señala que pruebas efectuadas por médicos con el llamado «ungüento de brujas», cuya fórmula se contiene en una obra del siglo XVI y que se reveló como un fortísimo excitante, han producido, en varios sujetos, alucinaciones extraordinariamente afines as las del mundo fantástico del Bosco. Ello no disminuye ni el valor de sus obras ni la potencia creadora de su genio, pero no excluye que el pintor se haya servido de este, o de algún otro medio análogo, para estimular la propia mente, animada de un profundo y sincero sentimiento religioso.

 

Exponer con claridad insólita el aspecto negativo y demoníaco del alma humana, demostrar la amenaza y la continua presencia del mal, incluso en la naturaleza más serena, puede servir para acercarse con mayor ímpetu y más clara conciencia a lo sublime y a lo divino. Y quizá sea el Bosco el único artista que, dotado con una prodigiosa sensibilidad, esté capacitado con igual vigor para expresar los dos aspectos. De cualquier manera, subsiste la duda y permanecen en pie, cualquiera que sea la verdad, fuertes contradicciones, tanto más cuanto que la exaltada androginia de los adamitas puede desarrollar muchos aspectos nada claros de su simbolismo y de sus composiciones. Pero es lo cierto que el alma del Bosco artista, fue un alma atormentada, quizá inconscientemente fluctuante entre polos opuestos, pero claramente penetrada de una estricta realidad mística que le lleva a expresarse con ayuda de símbolos en sus obras, a través también de un estilo excepcionalmente coherente y equilibrado.

 

Como afirmaba Fray José de Sigüenza, comentarista del siglo XVII y apologista del Bosco, él ha tenido el valor de pintar al hombre como realmente es cuando se procede a observarlo desde el interior más profundo de la propia naturaleza. Que esta visión suya, que le permite expresar las pasiones monomaníacas, las tentaciones, ciertos aspectos grotescos de la psique humana, esté apoyada en un juicio condenatorio o en una valoración diversa, ciertamente distinta a la torpeza, es hoy un hecho casi secundario. Pero en el fondo, nadie podrá resolver el misterio por sí mismo, según sus propias inclinaciones, a menos que tenga el valor de contemplarse y de reconocerse (siquiera sea parcialmente) reflejado en el espejo mágico de un arte magnífico.

 


 

Extraído del libro "Los diamantes del arte", tomo 2, publicado en 1967.

Mario Bussagli. Italia (1917-1988). Profesor e historiador del Arte.