L a   C o r p o r a l i d a d   e n 

l a   H i s t o r i a   d e   l a s   M u j e r e s


p o r    D r a .   R o s a   B e h a r 

 


Rosa Behar, profesora titular del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Valparaíso.

Este artículo fue publicado en "Imágenes en Salud Mental".  Santiago de Chile : SCSM 2001; 2:117-129.

Ver la primera parte aquí.


 

S E G U N D A   P A R T E


 

 

II.  LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA

 

 

El ideal de belleza

 

 

Las mujeres del siglo XIX han recibido el aprendizaje que el cuerpo es el enemigo del alma, el obstáculo mayor en el camino a la salvación.  En este época el corazón ocupa el centro de la identidad femenina, manifestado por los sentimientos, las emociones y los impulsos.  Pero la imagen del cuerpo, hasta entonces vaga y fragmentada, comienza a precisarse y la belleza es un valor inherente a lo femenino, el instrumento específico y legítimo para compensar la debilidad y seducir.  Se valora todo lo que traduce sensibilidad y delicadeza: una piel fina, carnes mullidas, un esqueleto menudo, manos y pies pequeños, caderas redondas, senos abundantes.  El resurgimiento del corsé permite afinar el talle, resaltar el trasero y los pechos.  El romanticismo preconiza una mujer inmaterial, sutil, delicada, con una lánguida palidez, que se lleva con el pelo negro sujeto en moños, ojos claros, ojeras y una nube de polvos de arroz en las facciones.  Poco a poco las mujeres ven redescubriendo su cuerpo que había permanecido por siglos protegido y oculto.  Los baños de mar, las curas termales, el reconocimiento de los deportes al aire libre, la expansión de la prensa femenina, donde además de belleza y moda tratan cuestiones de higiene íntima, cambian la forma de mirar el cuerpo.

 

La dama victoriana de formas redondeadas, víctima de desmayos por el exceso de peso y el encorsetamiento, queda obsoleta.  Surge en su lugar un ser que lucha por sus derechos cívicos, políticos y por el control de su maternidad.  Las mujeres delgadas y ágiles, de músculos fortalecidos por los aparatos de gimnasia, son los productos de un organismo saludable, prolífico y dinámico.  Al respecto, H. Béranger escribe en Les jeux de la femme.  La Revue des revues lo siguiente:  "La mujer tien derecho al ejercicio normal de sus músculos y sus nervios, tiene el derecho a oxigenar sus carnes, a la higiene de sus tejidos, al bienestar de todo su organismo físico.  Sólo así puede ser considerada como una criatura elegante, sana y bien equilibrada, y no como la encarnación del pecado y la lujuria..."

 

Desde 1902, la moda del cabello corto hace esfumarse el fantasma medieval de la larga cabellera.  La mujer moderna tiene por doctrina el vientre plano, los pechos pequeños y los hombros musculosos, en síntesis, un cuerpo andrógino, indefinido y ambiguo, aunque libre en sus actos y en su sexualidad.

 

Nace y muy rápidamente se desarrolla la cirugía estética, haciendo posible el lifting, la supresión de las patas de gallo, de las bolsas de los párpados, de la papada, del rictus facial, la cirugía de los senos, del abdomen, de los tobillos.  El bronceado suplanta a la milenaria palidez femenina que irá unido al culto por la juventud, la salud y la energía, signos tangibles de una tractivo que acorta distancias entre los dos sexos por una mutua igualdad y es asimismo la negación de la vejez y la muerte.

 

 

Las modas femeninas

 

El pantalón y los calzones, vestimentas prohibidas a comienzos del siglo antepasado, se convierten a finales del mismo en ropa interior, para esconder el sexo.  Desde esta época en adelante el vestido de la novia será blanco, que expresa la inocencia.  Pero en los comienzos del siglo XX, la apariencia del cuerpo femenino sufre una radical transformación.  Hacia 1905, el modisto francés Poiret se atreve a abolir el corsé, diseña vestidos lisos y sueltos, de sobria elegancia, que cubren formas más delgadas; una novedosa moda que se instala sobre el deseo de independencia femenina.  La naciente y airosa silueta femenina de los años veinte, la GarÇonne con faldas y pelo corto, representa un nuevo comportamiento, el advenimiento de mujeres liberadas, sexual y socialmente, que a la vez combatían tanto a favor de la igualdad de los sexos como en contra de la trasgresión de una moral opresiva.

 

El siglo XX al contribuir enormemente al auge de los medios de comunicación aportó el cine a la cultura.  El cine clásico impulsó a la mujer como objeto de placer para la mirada masculina.  Hubo actrices, como Marilyn Monroe que se convirtieron en iconos de la sexualidad, en imágenes corporales estereotipadas, fascinantes por las fantasías que inspiraban.  Las revistas femeninas comenzaron a alentar a sus lectoras a mejorar el aspecto físico personal.  Aparecen las modelos profesionales que se convierten en un vehículo de los ideales de la moda, ejerciendo de esta manera un poder absoluto sobre las mujeres al complacer y satisfacer rigurosamente a los criterios de belleza.  El paradigma de la mujer-niña, prepuberal, gozó de una gran popularidad, que todavía no ha perdido.  Su encarnación más perfecta fue Twigy, cuyo apodo quiere decir ramita en inglés, precursora de la minifalda y de la silueta filiforme.  En 1967, produjo un efecto deslumbrante con su aire de criatura frágil y abandonada.  Para la mayoría de las mujeres, sólo se podía tener un cuerpo como el suyo a costa de una dieta extremadamente rigurosa - y que desde las tres últimas décadas del siglo XX fue uno de los factores que contribuyó a desencadenar la verdadera epidemia de trastornos de la conducta alimentaria que hasta nuestros días gozan de una altísima prevalencia en el sexo femenino-.  A partir de entonces, la delgadez se convirtió para las mujeres en una ambicionada ilusión.  Más allá de la imagen del cuerpo, la delgadez, signo omnipresente de todo éxito femenino, obsesiona a las mujeres del mundo occidental en su totalidad, aún ahora, en el siglo XXI.

 

La desnudez de la mujer

En el  siglo XIX y a comienzos del XX, lavarse el cuerpo con demasiada complacencia pasaba por libertinaje, era preferible cambiarse de ropa.  Casi diariamente, se practicaba el lavado de la cara y de las manos en una palangana, mientras que el resto del cuerpo se lavaba una vez por semana y se bañaba una vez por mes, después de la menstruación.  A fines del siglo XIX, aparecen los baños de mar y ejercicios de gimnasia, cuya costumbre fue lo que más aceleró la liberación del cuerpo femenino.  La mujer así comienza a adquirir el derecho de contemplar y exponer su cuerpo, acontecimiento que es toda una revolución.

 

Admitidas en los ámbitos profesionales y artísticos, incentivadas por los medios de comunicación, las mujeres van teniendo libertad para presentar su corporalidad, exposición que conlleva una disyuntiva respecto a su rol genérico y los valores socioculturales imperantes.  Así, en los años que preceden a la primera guerra mundial, las mujeres redescubren su cuerpo y lo muestran abierta e irreverentemente.  Sólo en las últimas décadas del siglo XX, las mujeres comienzan a afrontar las contradicciones entre la manera en que las ven los demás y en que se ven a ellas mismas.  Ciertamente, fue necesario desprenderse de hábitos profundamente arraigados en la sociedad para asistir a la transformación del sentido erótico-estético del desnudo femenino hacia la pornografía, que inevitablemente desembocó en un lucrativo comercio y el florecimiento de la concepción de la mujer-objeto.

 

Durante las dos últimas décadas del siglo XX, el cuerpo expuesto femenino ha consentido ser objeto de tatuajes, del piercing que transforma ciertas partes del cuerpo en joyas eróticas y agresivas y del branding, el marcado de la piel con hierro candente, estilos que a manera de reacción, reflejan una postura crítica hacia la sociedad y contraria a la opresión que precisamente se ejerce sobre los cuerpos.

 

 

Medicina y anatomía de la corporalidad femenina

   

Desde fines del siglo XX comienzan a diagnosticarse una amplia gama de trastornos que se agrupaban tradicionalmente bajo el término de "enfermedades de mujeres".  En aquellos momentos era habitual la contención para evitar cualquier manifestación orgánica capaz de recordar que el cuerpo existía.  La eritrofobia, temor morboso de no poder impedir que el rubor ascienda hasta el rostro, o la enfermedad verde, estreñimiento provocado en las mujeres por el temor de presentar ventosidades en público, están comprendidas dentro de estos desórdenes.  Otra de estas enfermedades es la clorosis de las adolescentes.  Para algunos, es el resultado de una disfunción del ciclo menstrual y de la manifestación involuntaria del deseo amoroso que está despertándose.  Para otros, se origina en un mal funcionamiento del estómago, o, sería un fracaso del proceso de convertirse en mujer, ligada a la aparición de las reglas; se atribuye a los nervios y parece cercana a la histeria, pero finalmente, se considerará como carencia anémica.  Los escotes exhiben redondeces carnosas, las mujeres curvan el torso, arquean la espalda, con lo cual la lordosis se vuelve una deformación específica del sexo.  Las emanaciones del cuerpo femenino que durante tanto tiempo se habían considerado como afrodisíacas, comienzan a inspirar cierta repugnancia, la que se compensa con el agua de colonia.  Se impone el control médico del embarazo, pero la mortalidad según las estadísticas se mantiene elevada, entre un 10% a 20%.  El factor principal, a parte de la tuberculosis, la sífilis y el raquitismo, es la fiebre puerperal.  De este modo, la mujer del siglo XIX es una eterna enferma.  Además del embarazo y del parto, la pubertad y la menopausia constituyen momentos más o menos peligrosos, y se cree que las menstruaciones, herida de los ovarios, rompen el equilibrio nervioso.  Todas las estadísticas muestran que en el siglo XIX, las mujeres padecen una morbi-mortalidad superior a la delos hombres.  La opinión popular y la de muchos médicos achaca esta "debilidad de la naturaleza femenina" a una causa biológica.

 

 

También se admite el que todas las mujeres son "nerviosas", lo han sido o lo serán.  Aunque la migraña es frecuente, la enfermedad femenina por excelencia es la histeria.  Es habitual observar en las crisis histéricas como muchachas jóvenes y adultas gritan, se retuercen, insultan y golpean.  Aproximadamente a mediados del siglo XIX, la palabra frigidez comienza a designar la falta de apetito sexual en la mujer, el que se niega conjuntamente con la capacidad de goce orgásmico y, por su parte, el temor al embarazo inhibe el deseo sexual.  La masturbación se prohíbe y la niña llega a su menarquia sin conocimientos de educación sexual.  Se enfatiza elocuentemente la virginidad, no obstante el aborto se presenta como un hábito especialmente común.  En el umbral del siglo XX, la cesárea se convierte en una práctica corriente.

 

En los estertores del siglo pasado y a comienzos del tercer milenio, el cuerpo femenino se encuentra en una postura ampliamente franqueada a la ciencia.  La inseminación artificial, la donación de óvulos, la fecundación in vitro, la transferencia embrionaria, la madre sustituta, las elecciones o manipulaciones de embriones o su congelación, van más allá de una visión reductora del cuerpo femenino asistido por la medicina, es una contingencia entrañablemente trascendental que al mismo tiempo presenta implicancias bioéticas bastante aventuradas.

 

 

La dicotomía cuerpo/alma

 

 

En la época contemporánea, la dicotomía permanente entre cuerpo y alma varía de acuerdo con la pertenencia social, el nivel cultural y el grado de fervor religioso.  Se continúa resaltando la supremacía del alma sobre el cuerpo, la que modela a la vez el cuerpo y el espíritu femeninos y que se transforma en la exaltación de un valor supremo que es la maternidad.  Desde el siglo XIX, el cuerpo de las mujeres es al mismo tiempo privado y público.  Pero la revelación de los muslos o las piernas, son demostraciones indecentes en la mojigatería victoriana, que muestra una enfermiza preocupación por ocultar y encubrir.  El embarazo y el parto eran temas tabúes, la mujer que se encontraba "en estado interesante" salía poco de su casa para no ser objeto de comentarios y que en algunas ocasiones se tornaba maledicentes.

 

En el siglo XX, el cuerpo nuevamente se transforma en un foco bastante particular y disoluto de la belleza femenina.  En el mundo moderno, comienza a germinar la concepción de reducir la corporalidad con el propósito de lograr un ideal físico externo, en oposición a la belleza espiritual.  El hacer dieta comienza a implicar un esfuerzo autoconsciente, costumbre que se institucionaliza para las mujeres desde 1920.  De esta manera las mujeres se vieron atrapadas en un proceso de continua evaluación de sus propios cuerpos y por primera vez se estandarizó el peso corporal y la talla.  Como se ha mencionado, en el despertar de la primera guerra mundial, las mujeres sufrieron una revolución en su estatuto social y político, similar a la que experimentaron desde los años 60 con el movimiento de liberación femenina. En ambos casos, los mensajes culturales con el fin de reducir la corporalidad se acentuaron.  El cuerpo de la "nueva mujer" fue un signo de modernidad que la estigmatizó más allá de la maternidad y domesticidad acostumbradas.  El arquetipo arcaico victoriano de crianza, servicio y autosacrificio fue remplazado por la ambición de oportunidades de trabajo, cultura e independencia.  Paradojalmente el nuevo cuerpo delgado personificaba una sexualidad aumentada.  Pero el enflaquecimiento es opuesto a la fertilidad y en un mundo en que la sexualidad y la reproducción podían separarse, un cuerpo esbelto y la voluntad de usar ropas más reveladoras, fueron interpretados como signos de una confianza sexual aumentada, una autonomía ilimitada y ansias de autocomplacencia.  El control más férreo del cuerpo femenino fue también la respuesta a una creciente inestabilidad familiar, por el claro aumento de las disoluciones matrimoniales.  Desde los años 60, ya no están en boga los pechos, ni las nalgas, ni las caderas prominentes en el nuevo standard estético corporal.  Desde mediados de los años 70, se otorgó un nuevo énfasis al acondicionamiento físico y al deporte que ha intensificado las presiones culturales sobre el control y el manejo del cuerpo. En este contexto, en que coexisten el hedonismo y la disciplina, han surgido las patologías alimentarias.  Una gran mayoría de las mujeres jóvenes visualizan su cuerpo como el mejor recurso para llegar a establecer su identidad y alcanzar sus anhelos y esperanzas personales, lo que dificulta la transición hacia la feminidad adulta en una sociedad donde la mujer aún es evaluada principalmente en términos de su corporalidad en desmedro de su intelectualidad o espiritualidad.

 

Comentario Final

 

 

La naturaleza esencial de la mujer, con toda su diversidad y sus matices contradictorios, tal como la Edad Media ha tratado de definirla, es una concepción destinada a perdurar aún en la actualidad.  La escisión entre lo somático y espiritual de la corporalidad femenina persiste inefablemente pese al progreso histórico del género humano.

 

Pero por otra parte, el discurso medieval estuvo marcado por el miedo a la mujer, que tiene su origen en el conocimiento insuficiente de las enfermedades, heredado del pasado y registrado en los documentos acreditados.  A pesar de todo su poder carismático, en la Edad Media la mujer era un ente deficiente; su voz era a menudo silenciada e, incluso, con una frecuencia aún mayor, ignorada.  Estas mujeres interiorizaban  de una forma natural la valoración negativa que hacía de ellas la cultura en la que vivían.  Además, pese a su expresividad y fragilidad, su cuerpo era imperfecto en relación al alma como lugar de la fertilidad y del encuentro místico lo era igual mente de la tentación y de la descomposición.

 

 

Las restricciones sociales de los roles de la mujer en la Europa medieval, favorecieron considerablemente su ingreso a una orden religiosa o algunas veces el ser objeto de la acusación de herejía, encantamiento o brujería, con el consiguiente enmancillamiento de su nombre y en el peor de los desenlaces la condena a la muerte.

 

Siendo tan física la calidad de la espiritualidad femenina en la Edad Media tardía, algunos especialistas subrayan el misticismo de las mujeres -gracias al cual eran atendidas y enaltecidas- como una manifestación del poderío y resistencia del sexo femenino, ya que no tenían oficio clerical ni autorización para hablar.  En este sentido, las culturas como la medieval europea, y la occidental de hoy, en las que las mujeres se inclinan más que los hombres a ayunar, a autodañarse y a somatizar los estados espirituales coinciden con las sociedades que asocian a la mujer con el autosacrificio y la disposición al servicio de los demás.

 

Resulta válido entonces el parangón que realiza Bell entre la anorexia santa del medioevo y la anorexia nerviosa de nuestros días.  En ambas instancias -advierte- la anorexia comienza cuando la muchacha ayuna para obtener metas sociales altamente valoradas, tales como salud corporal, delgadez, autocontrol en el siglo XX frente a la salud espiritual, ayuno y autonegación en la cristiandad medieval.  En el presente, no todas las mujeres han podido manejar las presiones socioculturales con ecuanimidad, muchas han incorporado la noción que la silueta corporal es un índice imperativo de autovaloración y muchas han entendido distorsionadamente que el procedimiento para reducir el perfil de su corporalidad aporta mágicas transformaciones tanto en esferas físicas como espirituales.

 

En la cultura contemporánea las mujeres están imbuidas con la imagen de "mujer liberada" -como la antípoda palmaria de la Edad Media-, que rinde culto al cuerpo, que se define como agresiva, asertiva y ambiciosa, características que han pertenecido comúnmente al rol masculino y que son contrarias a sus disposiciones biológicas y psicológicas, produciendo sentimientos de incertidumbre y simultáneamente de temor y confusión en el desempeño de su rol de género.  Tras esta precaria autoimagen subyace el inmenso poder de las industrias de la dieta, moda, cosmética y belleza que se han sustentado en la enorme inseguridad corporal la cual aún en el día de hoy padece la mujer, a pesar de todas las conquistas reivindicatorias tan significativas que ha sido capaz de alcanzar en las dimensiones domésticas y públicas, desde las lejanas tinieblas de aquellos quiméricos, pero a la vez estremecedores, tiempos medievales.