O S V A L D O   " G I T A N O "   R O D R Í G U E Z

V A L P A R A Í S O


   

 

 

NACÍ FRENTE AL MAR


 

 

Nací frente al mar en uno de los cerros de Valparaíso.

 

De niño dibujé sus calles y sus casas hasta aprenderlas de memoria.  En las diversas  estaciones el puerto siempre me sorprendió con sus colores.  Valparaíso en primavera y en verano es seco como el último puerto del desierto y su cielo es de un azul profundo.

 

De noche brilla no como un diamante sino como las lentejuelas de un falso carnaval un poco triste.  Pero el viento del sur lo limpia todo.

 

En otoño y en invierno Valparaíso se transforma en un puerto del sur.  Nos golpea con su tempestad constante y nos roba los sombreros y las chalupas que se zarandean y se hunden sin remedio.

 

Todo esto y mucho más lo conocí y lo trabajé en los talleres húmedos de la Escuela de Bellas Artes y más tarde en la Arquitectura, cuando trataba de descifrar el misterio de ese puerto indescifrable.

 

En el exilio cada uno se inventa y se reinventa su propia tierra perdida.  Comencé dibujando Valparaíso, viéndolo desde lejos.  Fue al pie de una carta escrita al corazón de mi amigo Carlos Martínez Corbella.  Veía el puerto desde el aire, estudiaba sus olas que penetran en la bahía y chocan con los recuerdos y se pierden en el olvido.  Era como mirar mi ciudad desde la otra parte del espejo.

 

Hasta que me atreví con el dibujo primero, el de mi infancia y entonces desapareció el mar y en su lugar comenzaron a surgir una serie de fantasmas, que son los que el exiliado lleva irreparablemente consigo.

 

De entre todos ellos se destacó de pronto el de la Casa Transparente: un alto hangar de estilo inglés, como las casas forradas de latas de Liverpool, cuyos pie derechos de pino Oregón sin cepillar cierta vez dejé al descubierto, impúdico en la búsqueda del secreto de sus estructuras.  Era una casa llena de viento, de lluvia repiqueteando en el extenso tejado que la cubría entera.  Era un velero atado a punto de escapar.

 

En ese altillo de sueños empecé a soñar con el mundo sin sospechar jamás que tendría que vagar por él durante años en búsqueda de mi ciudad perdida.  Por eso he intentado en vano ubicar la orientación de la casa.  No la hay, gira en torno al eje de mi propia vida y me está llamando con sus crujidos y sus persianas, con su enredadera del jardín pertinaz y regada por el viento salobre de la mar que todo lo penetra.

 

Volterra, Italia, 1986.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

VALPARAÍSO


 

 

El terrible viento norte que empuja la lluvia por entre las junturas de las ventanas, el terror al terremoto, los ascensores y su quejido diario, los muros de piedra con sus cortinas de hiedra y musgo que lloran su neblina cotidiana y la tristeza infinita de la boya del toro más allá de la noche, hacia el confín de la costa alumbrada a ramalazos de luz por el Faro de Punta Ángeles, me hicieron amigo de la soledad.

 

En la época en que mis compañeros de infancia se desparramaban por el cerro dando alaridos que imitaban a nuestros héroes: Tarzán, Rey de los monos o El Jinete Escarlata, yo me sentaba a cantar en la habitación más alta de la casa.

 

De este puerto herido debe recordarse siempre el viento con su siembra de semillas de eucalipto por los bordes del cementerio, frente al mar.  La caverna húmeda de las enredaderas del paseo de Las Torpederas, esa playa donde hay escaleras señoriales que no llevan a parte alguna.  Con la herrumbre de los hierros carcomidos, derrotados por el aire de la mar que todo lo penetra.

 

Con el destino de tragedia que siempre azotó Valparaíso: al sur la Piedra Feliz enamorando a los suicidas, la Batería Esmeralda, convertida por años en caballeriza de los mulos, las procesiones nocturnas acompañadas de antorchas y tambores con que los bomberos enterraban a sus mártires y, dominando todo el silencio del viento, como un bajo continuo, la boya del toro aullándole a la noche como bestia hambrienta.

 

Años atrás solíamos correr por entre los grandes eucaliptos que sombrean los alrededores del Parque Alejo Barrios, perdiéndonos hacia una glorieta cubierta de pinos y enredaderas naturales.  Aquello hoy está cercado de silencio y sobre la pista de tierra, barrida por el viento, sólo vuelan los recuerdos.

 

Aún no contaba con tres años cuando fuimos a vivir junto a la Escuela Naval.  Crecí oyendo marchas militares, desfilando en otoño ante héroes legendarios, el 21 de Mayo, como alumno de colegio con uniforme oscuro y bajo la llovizna, oyendo los silbatos marineros, sintiendo el respirar ronco del puerto por la noche con sus grandes buques como ciudades encendidas.

 

La visita obligada de los domingos era a la fragata "La Baquedano", prima hermana de aquella otra venerada y conocida sólo en fotografías, "La Lautaro", hundida por los nazis durante la Segunda Guerra.  Y el acorazado "Almirante Latorre", con su sonoro nombre de "Buque Insignia", gigante de la mar, desguazado más tarde en el Japón.  El pueblo quería a sus buques; cuando se llevaron al Acorazado, la poeta Cristina Miranda escribió un poema en el cual dos volantines, uno azul y otro morado, escoltarán al gigante hasta la muerte.  Es una cueca triste que lleva música de Margot Loyola.

 

Más tarde llegó "La Esmeralda" y el pueblo la llamó "La Dama Blanca" y aun "La novia de Chile".  Jarcias y gavieros, cuadernas y baupreses, trinquetes y mesanas eran las palabras mágicas cargadas de sueños y de sal.  Quise ser marinero, como todos los niños de Valparaíso, sin poder imaginar entonces que aun sin serlo navegaría y caminaría el mundo de arriba abajo durante años.

 

Las primeras canciones que recuerdo son himnos del mar, baladas inglesas y algunos trozos que más tarde he podido identificar con Purcell.  La primera canción en castellano parece ser aquella "Mamá vieja" del repertorio de Antonio Tormo.  Soy de un país donde la cultura de la tierra no es muy bien vista en el medio en que nací.  Mi abuelo materno cantaba trozos de ópera.  Oigo tintinear las lágrimas de una lámpara-araña de cristal al centro del comedor, en el calor del campo y en verano.  Su potente voz italiana lo llena todo.  Más tarde a caballo canta "Emponcha'o en la noche"  Mi abuela, de extraño origen nórdico, sentada frente a un piano oscuro alumbrado por candelabros entona ciertos valses que se me antojan azules.  Mis otros abuelos vivían en un alto caserón donde no recuerdo haber escuchado música jamás.  Allí todo era penumbra y ceremonia.  Mi padre no cantaba, leía el Reader´s Digest en inglés.  La radio me azotaba el oído con corridos mexicanos, valses dulzones y tangos cargados de tragedia en los que no podía creer aún.  Eran tardes enteras de concierto popular escuchados por esos seres dulces y solidarios: las empleadas de la casa.  Me educaron en un antiguo colegio inglés donde aprendí a pedirle cantando a Dios que salvara a un Rey.

 

Tuve que pasar la adolescencia para enterarme que existía música chilena.  Me lo enseñó uno de mis tíos: germen de amistad, torbellino de música, capaz de hacer reír a las estatuas, pero que llevaba prendida en sí la medalla del silencio a que nos condenaron.  Un día no pudo más con tanta vida y se mató con su fusil de caza; entonces otra vez estuve solo.